lunes, 30 de enero de 2023

DEL PASADO AL HOY. DEL DISKETTE A LOS TERAS.

                Hablaré de un pasado no muy remoto, mediados los noventa cuando la tecnología arrasó con el conocimiento cotidiano y nos hizo aprender con un cambio brusco como fue la aparición popular de los computadores, pero hablaré de la evolución de los medios para guardar la información -dispositivos de almacenamiento, leo que se llaman con mayor precisión-.

 

                Sin embargo, la defunción -o mejor el nacimiento y defunción- de esos medios ha sido brutal y cosa de pocos años.

 

                Recuerdo haber conocido computadores que guardaban directamente en el aparato la información, no sé si el recuerdo sea o no cierto, es solo una sensación de viejo que trata de recordar. No recuerdo cuánto se podía guardar dentro del computador.

 

                Y entonces apareció el disco flexible (Su primera denominación fue disco flexible (floppy disk), y tenía 8 pulgadas de diámetro (unos 20 centímetros). Me enseña el doctor Google, ya que no me fio de mi memoria). Era el disco de 8 y su capacidad límite leo que era de hasta de un mega y estamos hablando de los años noventa -aclaro que pudo haber sido antes pero a Colombia llegaron para popularizarse para esas épocas, mis años mozos-. Para uno, en esos discos cabía un montón, porque uno no tenía todavía noción de lo que era un montononón. Y uno se llenaba de esos discos, los cuidaba y acariciaba con la niña de sus ojos, no se fueran a partir y a perder lo que contenían -basura, dirá uno hoy-.

 

                Y hacia finales de los noventa (repito que hablo de Colombia) el flexible pasó a ser rígido, lo que implicaba una reducción también del tamaño: el disquete de tres y medio, que llamábamos (Sony desarrolla el disquete de 3.5 pulgadas el cual presentaba 2 novedades principales: cabía en el bolsillo de la camisa y era más robusto. Me vuelve a ayudar Google). Cabía en el bolsillo y tenía mayor capacidad. En sus inicios se compraban por unidad, por cuestiones de costos de la época y se custodiaba ese disquete, como la niña de los ojos. Luego se volvieron más asequibles y se compraban por cajas naturalmente no para guardar precisamente grandes tesoros, salvo los juegos y programas, que esos sí eran verdaderos tesoros. Y se llenó uno de disquetes de tres y media. Pero con el tiempo también fueron muriendo y los mató el CD (de un solo guardado o el que se podía regrabar) y al poquito tiempo también las USB y ya entramos al nuevo milenio.

 

Ya todos saben de la evolución del tamaño de guardado que podía hacerse en ellos, en todo caso superando a sus antecesores, para ver que de unos megas ahora se pueden guardar hasta teras y lo más escandaloso, para uno de viejo, hasta se puede guardar en la nube, de acuerdo con el idioma actual que no es una nube sino en algún lugar del planeta, así como los Mb de que se hablaba en los flexibles y disquetes que, según me entero por el sabio doctor Google, no era megas sino kilobytes, vaya a saber uno a qué se debe esa distorsión.

 

Eso me lleva a pensar que en la modernidad actual, las cosas nacen y mueren con mayor facilidad que las de antaño, al menos el teléfono se transformó en celular, pero aún persiste en su lucha, a pesar de los años.

 

Suceda lo que suceda, no olvides nunca esto: nuestra existencia se agota en pocos días. Pasa como el viento del desierto. Así, mientras te quede un soplo de vida, habrá dos días por los que nunca tendrás que preocuparte: el día que no ha llegado y el día que ha pasado ya… [1]

Tomado de Facebook



[1] Avicena. Gilbert Sinoué.

viernes, 27 de enero de 2023

DEL PASADO AL HOY. LA CANECA DE LA BASURA.

                O si se quiere más especificidad, del recipiente hogareño que recibe las basuras de todo tipo.

 

                Pensando en mi niñez, recuerdo que de las primeras canecas que conocí eran todas de metal, color gris, tapa incluida. Cuando fui medianamente más grande, luego de los ocho o diez años, ascendí a ser el encargado de sacarla (dicho así, encargado, porque mi mamá mandaba y había que obedecerle, para evitar mayores problemas).

 

                La basura -como se decía, aunque debo precisar que me refiero al camión de la basura-, pasaba dos o tres veces a la semana. Había que estar pendiente del día y la hora en que solía pasar a recogerla. Mi mamá previendo la hora socialmente convenida, ordenaba sacar la caneca (aún la oigo gritar desde la distancia en donde estuviera con sus quehaceres: Fulanito saque la caneca que ya va a pasar el camión y esté pendiente de que no se la lleven. -desde esa época no se confiaba mucho en los demás, añado-). Y vaya recordando uno cuando a uno se le olvidaba o el camión se adelantaba de hora, eso sí que eran carreras maratónicas cargando la caneca, corriendo detrás del camión y uno gritando: espereeee. Lograr la meta, entregarla, esperar a su devolución y retornar con el trofeo, la caneca, pero sin basura.

 

                No existían las bolsas plásticas, pues las compras se hacían en canastos o se empacaban en papel periódico -en el caso de la carne- o en bolsas de papel, para el resto de compras.

 

                Con el tiempo la caneca de metal pasó a ser sustituida por la de plástico, pero la rutina era la misma, sin cambios notorios, salvo que se marcaban con el nombre de la familia o el número de la placa de la dirección, cualquiera valía para poder demostrar la propiedad -porque también se las robaban-, naturalmente marcada con cualquier sobrante de pintura que se guardaba en el sanalejo, para cuando se necesitara, se solía repetir en aquellas épocas.

 

                No sé cuándo se dejaron de usar las canecas familiares para ser reemplazadas por las bolsas plásticas, que se fueron perfeccionando desde las que eran el empaque de las compras a las sofisticadas según tamaño y calidad, aunque lo usual era precisamente usar las que le daban a uno con el mercado y, para la época, signo ilustrativo para los vecinos para que supieran en dónde mercaba uno. Hoy es igual, supongo, aunque ya al vecino le importa poco en dónde mercó uno.

 

                Al no vivir ya en casa familiar, sino en apartamento, ya todo se convirtió en bolsa plástica. La rutina sigue medianamente igual; abundan las bolsas plásticas, desaparecieron las canecas (familiares y fueron sustituidas por los canecones de los edificios).

 

                Con el tiempo se impuso el reciclaje, cambiaron los colores de las bolsas -según lo legislado, aunque no lo practicado- y de reciclable y no reciclable, ahora son como cinco tipos de bolsas que deben usarse -según lo legislado, aunque no lo practicado-, aunque no todo el mundo tenga conciencia de ello. En mi caso, solo hay dos bolsas y no precisamente de colores, una de desperdicios y otra para reciclables.

 

                Hoy, persistiendo en el tiempo el día y hora de recogida, veo frente a los edificios diez, doce o más canecones listos para ser entregados a los camiones de basura, previa selección que dentro del edificio han hecho los recicladores autorizados, veo los camiones recogiendo la basura y pienso, o mejor, me imagino cuánta basura cabe en un camión, cuántos viajes hace cada día, en dónde se depositan y qué destino tiene, pero prefiero no seguir pensando en la gente que de esta actividad depende. Prefiero la comodidad de la distancia, pues me digo que bien caro me cobran con el recibo, para amargarme más la vida.

 

                Un ejemplo de las cosas que cambian sin cambiar, en que acumulamos basuras y después no sabemos cómo deshacernos de ellas.

 

Es extraño, pero los recuerdos de esa época son muy imprecisos. Curioso que el periodo más feliz de mi vida no lo pueda recordar con mayor detalle que la sensación de alegría que me producen.[1]

Foto JHB (D.R.A.)



[1] Lealtad y sangre. Raúl Garbantes.

miércoles, 25 de enero de 2023

DEL PASADO AL HOY. EL TELÉFONO.

                Hablar de cosas del pasado que fueron pero que el paso del tiempo hizo que se transformaran y hoy, con la mirada fija en ese pasado, ya puede que no sean lo que fueron, al perder su personalidad, me hizo pensar en todas aquellas cosas que alguna vez conocí y con el paso del tiempo murieron, se transformaron, se sobresaltaron. Y por eso, en la medida de lo posible, recapitularé a través de este blog, sea para recordarlas, si se es viejo como yo, o para explicarlas en sus orígenes, si se es joven y tienen la valentía de leerme.

 

                Hablar, por ejemplo, del teléfono, ese artilugio que en mi conciencia de vida siempre existió, siempre estuvo allí y que, como suele acontecer, nunca se preguntó uno de dónde provino, pues, como dije, siempre estuvo allí. El símil perfecto para la juventud de hoy es el celular, para ellos siempre ha existido y no se preguntan sobre sus orígenes, el teléfono, porque siempre lo han tenido.

 

                Pero bueno, hablo del pasado, de ese teléfono negro, grandote y pesado que siempre estuvo en su lugar, en la mesa del teléfono, conectado por un cable a una pared, sin mayores posibilidades de movilización, al contrario del actual celular. Los de mi época saben de qué hablo.

 

                Pero bueno, sigo hablando del pesado teléfono de disco, con el que nací y que fue compañero necesario de toda mi infancia y juventud. Aún recuerdo el número (405268 al que con el paso del tiempo se agregó un 2 inicial, porque Bogotá estaba creciendo, sin darme cuenta, sin darnos cuenta) y ello invisiblemente se reflejaba en el crecimiento de números.

 

                El discado… el disco, el tono de inicio, el tono de llamada, el color -negro tradicional-, todo un recuerdo.

 

                Con el tiempo, familias más avanzadas fueron cambiando el color negro por teléfonos más livianos de colores y su forma fue cambiando también. Así como la mesa del teléfono fue cambiando, cuando se lograba tener dos teléfonos, la mesa cambiaba de nombre, la del teléfono de arriba, la del teléfono de abajo (con los consabidos gritos de yo contestoooo, cuelguennnn abajoooo que es para míiiiii).

 

                Y siguiendo con la historia, solo tenían servicio local, o básico que se llamaba, y de allí que si se necesitaba llamar a otra ciudad del país, había que llamar a la operadora para que hiciera la conexión nacional. Si era al extranjero, la llamada debía hacerse a la operadora internacional, se necesitaba de un intermediario en esos casos. También recuerdo que luego el servicio podía uno ampliarlo para que se incluyeran esos tipos de llamadas sin intervención de la operadora. Como siempre, hay gente abusiva, dentro o fuera de casa y para impedir que las cuentas no deseadas llegaran, muchas familias optaron por poner dentro del discado un candadito que impedía el giro completo del discado. Y no hablo de cuando la comunicación se tenía que hacer por intermedio de Telecom a la que había que ir para hablar -muchas veces para gritar, por efectos y defectos de la comunicación de la época- en las casillas en que se hacían o recibía llamadas previamente concertadas-. Ese sería ya otro tema.

 

                Todo este recuerdo me llevó a pensar en la evolución del teléfono, del negro que siempre conocí (y no se me trate de racista, que es otro tema aparte), cuyo color en la casa evolucionó al pasar al anaranjado, hasta que llegó la edad del teléfono del teclado que hizo desaparecer el disco añorado, donde el candado también murió, aunque las llamadas nacionales o internacionales ya se podían hacer directamente o se podían bloquear a voluntad, si así lo decidía el jefe de la familia.

 

                No hablo de los teléfonos que podían existir antes de nacer, a los de los años cincuentas, porque no los viví, aunque estaba al tanto de ellos por las películas y en persona los conocí en alguna exposición del Murillo Toro, como muestra que explicaba su evolución.

 

                Y ese teléfono, con sus variantes explicadas, pervivió hasta entrado el nuevo siglo, cuando apareció el celular, en versión gigante, claro está y de uso exclusivo para pudientes y pantalleros, como uno que algún jefe tuvo para demostrar su condición y pantallería que, si he de ser sincero, adoptó.

 

                Con el tiempo la tecnología lo fue achicando, estilizando y volviéndolo multifuncional, como los que hoy, aunque a pesar de ello, el teléfono como tal persiste -aún inalámbrico, a los que por olvido no mencioné. De los celulares, eso ya es otra historia, más moderna, más contemporánea, respecto de los cuales no vale la pena profundizar, por la gama que hay por precio, por aplicaciones, por tanta vaina que pueden tener que por eso mismo es tan rentable robarlos.

 

Hay una intimidad eterna que conservamos con aquellos sitios donde hemos vivido, un reconocimiento que está por encima del paso del tiempo sobre las superficies, o poco relacionada con los ciclos de ascendente prosperidad o lento declive que representa el fenómeno del progreso. Algo muy hondo dentro de nosotros siempre verá esos lugares importantes de una sola y determinada manera, aunque nos mantengamos viviendo en ellos para siempre o, por el contrario, los visitemos tras un largo periodo de ausencia. Siempre lucirán igual ante nuestros ojos, aunque esos lugares hayan dejado de parecerse a nuestros recuerdos.[1]

Tomado de Google
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[1] Cacería implacable. Raúl Garbantes.

viernes, 20 de enero de 2023

NOSOTRAS

                Estuve leyendo un interesante libro de Rosa Montero (Nosotras), dedicado a las mujeres que en el transcurso de los tiempos han dejado su presencia de alguna manera a lo largo de la historia. Y como dice la misma Montero: Eso sí, por el hecho de ser mujeres les costaba mucho más traspasar fronteras y alcanzar la visibilidad, y desde luego no quedaban registradas en el relato oficial. Esto ha sido una constante desde el principio de los tiempos, de manera que, durante siglos, las mujeres han tenido que emerger de la nada una y otra vez, sin modelos, sin referencias, pioneras eternas por culpa de una historia no escrita y muy a menudo derrotadas, como la pobre Clara, por su penosa y errónea sensación de singularidad.

 

                Sin ser sociólogo, ni pretender serlo, el recuerdo me llevó a concluir que en la generación de mis padres las mujeres, criadas hasta ese momento a tener como profesión:  hogar, como se anotaba en todos los formularios de la época, comenzaron, al menos en este país, tímidamente a ingresar a la universidad; el comienzo de las hijas del siglo XX, particularmente abogadas, médicas, odontólogas y bacteriólogas. Son mis recuerdos.

 

Soy hijo de la mitad del siglo pasado y con el paso de esos tiempos, del bachillerato a la universidad, no tuve ocasión de sentir la tal discriminación femenina, - a pesar de que ciertas féminas han venido pregonando lo contrario con apasionamiento-, porque todos en la casa tuvimos la misma oportunidad de ir al colegio y a la universidad, eligiendo cada cual su porvenir libremente.

 

En la universidad, durante la carrera los cursos eran nivelados en materia de sexos, es decir éramos medianamente igual número de hombres y de mujeres y no recuerdo que se pregonara discriminación alguna contra ellas, aunque lo que sí resulta cierto es que algunas de ellas, las que sabían que estaban buenas y que no habían estudiado, en época de exámenes iban luciendo escotes y minifaldas para favorecerse respecto de los demás. Eso lo sabíamos todos, lo sabían ellas y entre todos reíamos maliciosamente.

 

Luego vino la vida laboral, casi toda en el sector público y a uno lo nombraban en un cargo, por ejemplo profesional I y el sueldo correspondía a ese cargo, independientemente de que fuera hombre o mujer, negro o pelirrojo, por lo que no pude detectar discriminación alguna, el caso era que lo nombraran. Éramos parejos hombres y mujeres, por lo general, Es más, a lo largo de mi carrera casi todos los jefes que tuve eran mujeres, frente a las cuales, en su mayoría, me quitaba el sombrero porque sabían con más que suficiencia su trabajo y me enseñaron mucho. En el sector privado tampoco vi discriminación alguna, pues en tales empresas, como en el sector público, los cargos se definían y se señalaba la remuneración en los respectivos reglamentos, indiferente que lo desempeñara un hombre, una mujer, un homosexual, o cualquiera de cualquier color.

 

(Hago un paréntesis, pudiera pensarse por lo escrito que tengo sesgos machistas, pero prefiero escribir sin eufemismo alguno y como dijo sabiamente Sánchez Baute (Las formas del odio): Machistas en este país somos todos, en mayor o menor medida y sin diferencia de género. Y agrego, de ser así, qué vaina no? Más adelante podré hablar sobre el tan mentado machismo. Machista yo? Tal vez, ya veremos).

 

                Entonces, hoy, más que ayer, concluyo que no sé porque hoy, más que nunca, se habla de la cacareada discriminación laboral contra la mujer, pues al menos yo, puedo dar fe que es más un mito que una realidad. Amén.

 

Ocultar el pecado es dejarle una dosis de censura, que es como decir de condena. Hago algo malo, pero por lo menos lo escondo para indicar que me avergüenzo de hacerlo.[1]

Tomado de Facebook
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[1] Asuntos de un hidalgo disoluto. Héctor Abad Faciolince.