Hablar de cosas del pasado que fueron pero que el paso del tiempo hizo que se transformaran y hoy, con la mirada fija en ese pasado, ya puede que no sean lo que fueron, al perder su personalidad, me hizo pensar en todas aquellas cosas que alguna vez conocí y con el paso del tiempo murieron, se transformaron, se sobresaltaron. Y por eso, en la medida de lo posible, recapitularé a través de este blog, sea para recordarlas, si se es viejo como yo, o para explicarlas en sus orígenes, si se es joven y tienen la valentía de leerme.
Hablar, por ejemplo, del
teléfono, ese artilugio que en mi
conciencia de vida siempre existió, siempre estuvo allí y que, como suele
acontecer, nunca se preguntó uno de dónde provino, pues, como dije, siempre
estuvo allí. El símil perfecto para la juventud de hoy es el celular, para
ellos siempre ha existido y no se preguntan sobre sus orígenes, el teléfono,
porque siempre lo han tenido.
Pero bueno, hablo del pasado, de
ese teléfono negro, grandote y pesado que siempre estuvo en su lugar, en la
mesa del teléfono, conectado por un cable a una pared, sin mayores
posibilidades de movilización, al contrario del actual celular. Los de mi época
saben de qué hablo.
Pero bueno, sigo hablando del
pesado teléfono de disco, con el que nací y que fue compañero necesario de toda
mi infancia y juventud. Aún recuerdo el número (405268 al que con el paso del
tiempo se agregó un 2 inicial, porque Bogotá estaba creciendo, sin darme
cuenta, sin darnos cuenta) y ello invisiblemente se reflejaba en el crecimiento
de números.
El discado… el disco, el tono de
inicio, el tono de llamada, el color -negro tradicional-, todo un recuerdo.
Con el tiempo, familias más
avanzadas fueron cambiando el color negro por teléfonos más livianos de colores
y su forma fue cambiando también. Así como la mesa del teléfono fue cambiando,
cuando se lograba tener dos teléfonos, la mesa cambiaba de nombre, la del
teléfono de arriba, la del teléfono de abajo (con los consabidos gritos de yo
contestoooo, cuelguennnn abajoooo que es para míiiiii).
Y siguiendo con la historia,
solo tenían servicio local, o básico que se llamaba, y de allí que si se
necesitaba llamar a otra ciudad del país, había que llamar a la operadora para
que hiciera la conexión nacional. Si era al extranjero, la llamada debía
hacerse a la operadora internacional, se necesitaba de un intermediario en esos
casos. También recuerdo que luego el servicio podía uno ampliarlo para que se
incluyeran esos tipos de llamadas sin intervención de la operadora. Como
siempre, hay gente abusiva, dentro o fuera de casa y para impedir que las
cuentas no deseadas llegaran, muchas familias optaron por poner dentro del
discado un candadito que impedía el giro completo del discado. Y no hablo de
cuando la comunicación se tenía que hacer por intermedio de Telecom a la que
había que ir para hablar -muchas veces para gritar, por efectos y defectos de
la comunicación de la época- en las casillas en que se hacían o recibía
llamadas previamente concertadas-. Ese sería ya otro tema.
Todo este recuerdo me llevó a
pensar en la evolución del teléfono, del negro que siempre conocí (y no se me
trate de racista, que es otro tema aparte), cuyo color en la casa evolucionó al
pasar al anaranjado, hasta que llegó la edad del teléfono del teclado que hizo
desaparecer el disco añorado, donde el candado también murió, aunque las
llamadas nacionales o internacionales ya se podían hacer directamente o se
podían bloquear a voluntad, si así lo decidía el jefe de la familia.
No hablo de los teléfonos que
podían existir antes de nacer, a los de los años cincuentas, porque no los
viví, aunque estaba al tanto de ellos por las películas y en persona los conocí
en alguna exposición del Murillo Toro, como muestra que explicaba su evolución.
Y ese teléfono, con sus
variantes explicadas, pervivió hasta entrado el nuevo siglo, cuando apareció el
celular, en versión gigante, claro está y de uso exclusivo para pudientes y
pantalleros, como uno que algún jefe tuvo para demostrar su condición y
pantallería que, si he de ser sincero, adoptó.
Con el tiempo la tecnología lo
fue achicando, estilizando y volviéndolo multifuncional, como los que hoy,
aunque a pesar de ello, el teléfono como tal persiste -aún inalámbrico, a los
que por olvido no mencioné. De los celulares, eso ya es otra historia, más
moderna, más contemporánea, respecto de los cuales no vale la pena profundizar,
por la gama que hay por precio, por aplicaciones, por tanta vaina que pueden
tener que por eso mismo es tan rentable robarlos.
Hay una intimidad
eterna que conservamos con aquellos sitios donde hemos vivido, un
reconocimiento que está por encima del paso del tiempo sobre las superficies, o
poco relacionada con los ciclos de ascendente prosperidad o lento declive que
representa el fenómeno del progreso. Algo muy hondo dentro de nosotros siempre
verá esos lugares importantes de una sola y determinada manera, aunque nos
mantengamos viviendo en ellos para siempre o, por el contrario, los visitemos
tras un largo periodo de ausencia. Siempre lucirán igual ante nuestros ojos,
aunque esos lugares hayan dejado de parecerse a nuestros recuerdos.[1]
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