O si se quiere más especificidad, del recipiente hogareño que recibe las basuras de todo tipo.
Pensando en mi niñez, recuerdo
que de las primeras canecas que conocí eran todas de metal, color gris, tapa
incluida. Cuando fui medianamente más grande, luego de los ocho o diez años,
ascendí a ser el encargado de sacarla (dicho así, encargado, porque mi mamá
mandaba y había que obedecerle, para evitar mayores problemas).
La basura -como se decía, aunque
debo precisar que me refiero al camión de la basura-, pasaba dos o tres veces a
la semana. Había que estar pendiente del día y la hora en que solía pasar a
recogerla. Mi mamá previendo la hora socialmente convenida, ordenaba sacar la
caneca (aún la oigo gritar desde la distancia en donde estuviera con sus
quehaceres: Fulanito saque la caneca que ya va a pasar el camión y esté
pendiente de que no se la lleven. -desde esa época no se confiaba mucho en los
demás, añado-). Y vaya recordando uno cuando a uno se le olvidaba o el camión
se adelantaba de hora, eso sí que eran carreras maratónicas cargando la caneca,
corriendo detrás del camión y uno gritando: espereeee. Lograr la meta,
entregarla, esperar a su devolución y retornar con el trofeo, la caneca, pero
sin basura.
No existían las bolsas
plásticas, pues las compras se hacían en canastos o se empacaban en papel
periódico -en el caso de la carne- o en bolsas de papel, para el resto de
compras.
Con el tiempo la caneca de metal
pasó a ser sustituida por la de plástico, pero la rutina era la misma, sin
cambios notorios, salvo que se marcaban con el nombre de la familia o el número
de la placa de la dirección, cualquiera valía para poder demostrar la propiedad
-porque también se las robaban-, naturalmente marcada con cualquier sobrante de
pintura que se guardaba en el sanalejo, para cuando se necesitara, se solía
repetir en aquellas épocas.
No sé cuándo se dejaron de usar
las canecas familiares para ser reemplazadas por las bolsas plásticas, que se
fueron perfeccionando desde las que eran el empaque de las compras a las
sofisticadas según tamaño y calidad, aunque lo usual era precisamente usar las que
le daban a uno con el mercado y, para la época, signo ilustrativo para los
vecinos para que supieran en dónde mercaba uno. Hoy es igual, supongo, aunque
ya al vecino le importa poco en dónde mercó uno.
Al no vivir ya en casa familiar,
sino en apartamento, ya todo se convirtió en bolsa plástica. La rutina sigue
medianamente igual; abundan las bolsas plásticas, desaparecieron las canecas
(familiares y fueron sustituidas por los canecones de los edificios).
Con el tiempo se impuso el
reciclaje, cambiaron los colores de las bolsas -según lo legislado, aunque no
lo practicado- y de reciclable y no reciclable, ahora son como cinco tipos de
bolsas que deben usarse -según lo legislado, aunque no lo practicado-, aunque
no todo el mundo tenga conciencia de ello. En mi caso, solo hay dos bolsas y no
precisamente de colores, una de desperdicios y otra para reciclables.
Hoy, persistiendo en el tiempo
el día y hora de recogida, veo frente a los edificios diez, doce o más
canecones listos para ser entregados a los camiones de basura, previa selección
que dentro del edificio han hecho los recicladores autorizados, veo los
camiones recogiendo la basura y pienso, o mejor, me imagino cuánta basura cabe
en un camión, cuántos viajes hace cada día, en dónde se depositan y qué destino
tiene, pero prefiero no seguir pensando en la gente que de esta actividad
depende. Prefiero la comodidad de la distancia, pues me digo que bien caro me
cobran con el recibo, para amargarme más la vida.
Un ejemplo de las cosas que cambian
sin cambiar, en que acumulamos basuras y después no sabemos cómo deshacernos de
ellas.
Es extraño, pero los recuerdos de esa época
son muy imprecisos. Curioso que el periodo más feliz de mi vida no lo pueda
recordar con mayor detalle que la sensación de alegría que me producen.[1]
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