viernes, 20 de enero de 2023

NOSOTRAS

                Estuve leyendo un interesante libro de Rosa Montero (Nosotras), dedicado a las mujeres que en el transcurso de los tiempos han dejado su presencia de alguna manera a lo largo de la historia. Y como dice la misma Montero: Eso sí, por el hecho de ser mujeres les costaba mucho más traspasar fronteras y alcanzar la visibilidad, y desde luego no quedaban registradas en el relato oficial. Esto ha sido una constante desde el principio de los tiempos, de manera que, durante siglos, las mujeres han tenido que emerger de la nada una y otra vez, sin modelos, sin referencias, pioneras eternas por culpa de una historia no escrita y muy a menudo derrotadas, como la pobre Clara, por su penosa y errónea sensación de singularidad.

 

                Sin ser sociólogo, ni pretender serlo, el recuerdo me llevó a concluir que en la generación de mis padres las mujeres, criadas hasta ese momento a tener como profesión:  hogar, como se anotaba en todos los formularios de la época, comenzaron, al menos en este país, tímidamente a ingresar a la universidad; el comienzo de las hijas del siglo XX, particularmente abogadas, médicas, odontólogas y bacteriólogas. Son mis recuerdos.

 

Soy hijo de la mitad del siglo pasado y con el paso de esos tiempos, del bachillerato a la universidad, no tuve ocasión de sentir la tal discriminación femenina, - a pesar de que ciertas féminas han venido pregonando lo contrario con apasionamiento-, porque todos en la casa tuvimos la misma oportunidad de ir al colegio y a la universidad, eligiendo cada cual su porvenir libremente.

 

En la universidad, durante la carrera los cursos eran nivelados en materia de sexos, es decir éramos medianamente igual número de hombres y de mujeres y no recuerdo que se pregonara discriminación alguna contra ellas, aunque lo que sí resulta cierto es que algunas de ellas, las que sabían que estaban buenas y que no habían estudiado, en época de exámenes iban luciendo escotes y minifaldas para favorecerse respecto de los demás. Eso lo sabíamos todos, lo sabían ellas y entre todos reíamos maliciosamente.

 

Luego vino la vida laboral, casi toda en el sector público y a uno lo nombraban en un cargo, por ejemplo profesional I y el sueldo correspondía a ese cargo, independientemente de que fuera hombre o mujer, negro o pelirrojo, por lo que no pude detectar discriminación alguna, el caso era que lo nombraran. Éramos parejos hombres y mujeres, por lo general, Es más, a lo largo de mi carrera casi todos los jefes que tuve eran mujeres, frente a las cuales, en su mayoría, me quitaba el sombrero porque sabían con más que suficiencia su trabajo y me enseñaron mucho. En el sector privado tampoco vi discriminación alguna, pues en tales empresas, como en el sector público, los cargos se definían y se señalaba la remuneración en los respectivos reglamentos, indiferente que lo desempeñara un hombre, una mujer, un homosexual, o cualquiera de cualquier color.

 

(Hago un paréntesis, pudiera pensarse por lo escrito que tengo sesgos machistas, pero prefiero escribir sin eufemismo alguno y como dijo sabiamente Sánchez Baute (Las formas del odio): Machistas en este país somos todos, en mayor o menor medida y sin diferencia de género. Y agrego, de ser así, qué vaina no? Más adelante podré hablar sobre el tan mentado machismo. Machista yo? Tal vez, ya veremos).

 

                Entonces, hoy, más que ayer, concluyo que no sé porque hoy, más que nunca, se habla de la cacareada discriminación laboral contra la mujer, pues al menos yo, puedo dar fe que es más un mito que una realidad. Amén.

 

Ocultar el pecado es dejarle una dosis de censura, que es como decir de condena. Hago algo malo, pero por lo menos lo escondo para indicar que me avergüenzo de hacerlo.[1]

Tomado de Facebook
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[1] Asuntos de un hidalgo disoluto. Héctor Abad Faciolince.

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