viernes, 31 de julio de 2020

ENTRE LÍNEAS

-          en el matrimonio no hay nada incondicional.[1]

 

            Fue lo último que alcancé a oír mientras cerraba la puerta y pensé en lo peligrosa que era esa frase, peligrosa pero, con el tiempo, acertada.

 

            Mientras la digería, me encontré ante un corredor, rodeado de puertas, más puertas, sin títulos, sin anuncios, por lo que cualquiera que eligiera daba lo mismo. Ante la duda se queda uno siempre sin opciones, a pesar de tenerlas, pues la sola elección ya genera duda y la mirada indecisa hacia dónde dirigirse, sin saber tampoco si el destino será acogedor, hace mayor la incógnita, lo que generaba esa mirada indecisa, de filósofo que no sabe para dónde retomar los pasos, pero con mirada de filósofo. Parecía un artista paciente y perseverante, un hombre entregado a un fin superior, alguien que valoraba más sus fracasos que sus éxitos, una persona consciente de que el éxito solo dura hasta que alguien lo arruina, pero que los fracasos perduran por siempre.[2] Eso pensaba mientras decidía la puerta que debía abrirse ante mí.

 

            Ante la duda, abstente, me habían enseñado. Pero esta duda era muy grande porque no había alternativa, no se podía salir de allí si no se intentaba abrir una puerta, la que llevara al desenlace final. Por eso no había lugar a la abstención, había que decidir, sin lugar a posteriores pensamientos como y si hubiera abierto la otra? Y qué hubiera pasado si no la abro o si abro otra? Dudas que siempre nos acompañan cuando la decisión es difícil. Y pensaba en qué me iría a meter si abría la puerta de la derecha, o de la izquierda, o la del centro, parecía que estuviera pensando en política y pensé también que Nadie nace con prejuicios en sus corazones, aunque a algunas personas se los inculcan a una edad temprana.[3] En efecto, tenía muchos prejuicios que me perseguían, los podía ocultar a los demás, pero no a mí mismo. Pero no había otra, opté por una del centro, a pesar de que todas las puertas eran iguales, sin distintivos, sin distinción, a la buena de Dios!

 

            Era abrir una puerta con temor, a lo que hubiera detrás, pero con la esperanza de encontrarse ya en la salida. Es una forma de abrir una puerta, generalmente la puerta que lleva a lo nuevo o a la novedad, diferente a aquella puerta que nos espera luego de un arduo día o la que cerramos cuando salimos de casa.

 

            Ya abierta, no había vuelta atrás. Son los momentos en que pienso que la vida es un libro escrito del que no hay vuelta de hoja para reescribir, simplemente es ese lo que ha de ser, será o, para otros, el destino, inexorable y preciso, inmodificable.

 

            Otro salón, pero igual de aséptico, iguales dimensiones, igual que el otro que dejaba, tal vez fuera el mismo salón, con diferentes personajes o tal vez éstos eran los mismos dentro de un mismo cuarto pero no tan asépticos ellos, pues en conversaciones ajenas siempre hay gérmenes que envenenan o que forman parte del hábitat. Hay escaramuzas, mucho tedio, cansancio. Pero nadie puede garantizar que, cuando todo termine, tu aportación al resultado final haya sido valiosa o no. Incluso hay montones de soldados que asisten a una batalla y no llegan a pegar un tiro, a dar un sablazo. Es injusto, ¿verdad?, sobre todo basándose en confidencias anónimas pero absolutamente fiables[4] como se dice cuando se es portador de un buen chisme o al menos eso cree uno.

 

            Los conversadores igualmente distribuidos en grupos, supongo que por afinidades, por quereres y hasta por alguna malquerencia, solo para llevar la contraria. El mundo está lleno de ellos. Como está lleno de idiotas. Los idiotas están por todos lados. Camuflados detrás de su aspecto inofensivo, sobreviven, se alimentan y crecen gracias a la oportunidad que les concedemos de meterse en nuestra vida, de extenderse por ella, de taparla, arruinarla y contaminarla igual que lo haría una mancha de aceite en medio del océano. Del mismo modo cruel y minucioso que un virus infecta y coloniza un organismo sano hasta asfixiarlo. La verdad, trato de no juzgar a los extraños, pero a veces mi cerebro se pone a funcionar sin atender a intenciones previas ni protocolos sociales.[5]

 

            Curiosamente, de algún lado, ambientando el ambiente que se respiraba, se oyó un canto, o era algún tenor presente que lo hacía? No podía hacer la distinción, pero decía: È sempre bene Il sospettare un poco, in quiesto mondo[6]. Y así era, en los grupos, tan heterogéneos que uno se encuentra, no todos son lo que aparentan ni tan malos como uno cree, aunque Los hipócritas nunca piensan que los demás puedan ser tan falsos como ellos[7].

 

            En una esquina un par de cristianos me llamaron la atención, no solo por su presencia sino por algunas palabras que alcancé a oír, en medio de tanto murmullo, de tanta murmuración:

 

            —¿Creéis en las reliquias y en su poder curativo? —le preguntó Carlos a Pablo Losantos. El médico acababa de entrar en la estancia donde había desayunado el emperador para revisar su pie, que aquella noche le había dado alguna molestia.

            —La Iglesia así lo asevera, y yo, majestad, soy un devoto cristiano.

            —Escuchad esto —el emperador abrió el manuscrito por la página que acababa de leer y la releyó en voz alta—: «Pues de esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y se perdería muy poco en que no las hubiese. Placiera a Dios que en ello se pusiese remedio. El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos, y también en Nuestra Señora de Amberes, y la cabeza de san Juan Bautista en Roma y en Amiens de Francia. Pues apóstoles, si los quisiésemos contar, aunque no fueron sino doce y el uno no se halla y el otro está en las Indias, más hallaremos de veinticuatro en di versos lugares del mundo. Los ciento veinticuatro clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres, y ahora hay uno en Roma, otro en Milán y otro en Colonia, y otro en París y otro en León y otros infinitos. Pues del palo de la cruz os digo de verdad que si todo lo que dicen que hay de ella en la cristiandad se juntase, bastaría para cargar una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de quinientos los que se encuentran solamente en Francia. Pues leche de Nuestra Señora, cabellos de la Magdalena, muelas de san Cristóbal, no tienen cuento. Y allende de la incerteza que en esto hay, es una vergüenza muy grande ver lo que en algunas partes dan a entender a la gente. Si os quisiese decir otras cosas más ridículas que suelen decir que tiene, como del ala del ángel san Gabriel, como de la penitencia de la Magdalena, huelgo de la mula y del buey, de la sombra del bordón del señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del jubón de la Trinidad y otras infinitas cosas a estas semejantes, sería para haceros morir de risa. Solamente os diré que pocos días ha que en una iglesia colegial me mostraron una costilla de san Salvador. Si hubo otro Salvador, sino Jesucristo, y si él dejó acá alguna costilla o no, véanlo.[8]

 

            En efecto, siempre había creído en el exceso de prepucios sagrados que rodaban por este mundo, sin ton ni son, era debido solo a la gracia de Dios o, me corrijo, de su santa madre iglesia, que en su imaginación consideró que por ser divino, podía tener un gran tamaño para poder ser desmembrado en tantas partes, como las gotas de leche virginales que al parecer curaban todo, menos los males de este mundo.

 

            Pero no hablemos de difuntos, que no se pueden defender. Y entonces oí, a mis espaldas:

            —Si no podemos hablar mal de los muertos, ¿de quién vamos a hablar mal? —preguntó Carrara con sorprendente sensatez[9].

            Enmudecí y no habiendo nada más que agregar, me di vuelta indiferente a lo que pasaba.

ÓLEO SOBRE PAPEL. JHB (D.R.A.)


[1] Isabel Allende. El amante japonés.

[2] Alejandro Corral. El desafío de Florencia

[3] Jeffrey Archer - En Pocas Palabras

[4] Arturo Pérez-Revert. El Húsar.

[5] Roberto Martínez Guzmán. La suerte de los idiotas.

[6] [Es siempre bueno recelar un poco en este mundo.]. Così fan tutte. Mozart. Citado en Mientras dormían. Donna Leon.

[7] Mientras dormían. Donna Leon.

[8] José Luis Corral. Los Austrias II. El tiempo en sus manos.

[9] Acqua alta. Donna Leon.


lunes, 27 de julio de 2020

ENTRE LIBROS


Me encontraba ante un grupo bastante heterogéneo, disímiles aún como personas, como si unas no empataran con las otras, grupo compuesto a su vez por diversos grupos adicionales, que tampoco empatan entre ellos.

 

Viéndolo desde la distancia en donde me hallaba, alcanzaba a oír diversas conversaciones, disímiles entre ellas, entre los diferentes grupos y eso me hacía ver como un extraño que trataba de encajar en alguno de ellos, sin quererlo hacer en la realidad. Era divertido estar en ese distanciamiento y de esta forma evitaba tomar partido, expresar mi opinión, que a esta edad podía ser más que divergente, venenosa por decir lo menos y con la tranquilidad del peregrino que puede desviarse de su camino porque el tiempo le pertenece.[1]

 

Unos hablaban de política, como siempre; otros de, me pareció oír, dios, quien no podía faltar en algún contexto; otros más, de lo que se habla en un grupo cualquiera que no tiene un tema fijo sino que improvisa como se improvisa un camino cualquiera.

 

Así, queriendo mantener esa distancia, que me hacía a la vez invisible, pude oír conversaciones ajenas y diversas, que quisiera guardar en este momento.

 

Un grupo, al parecer concentrados sus miembros en un tema aparentemente religioso, con caras serias, distantes y propias de aquellos que creen que hablan de un tema trascendental del que se consideran expertos, como acto de fe, -irreflexivo e irracional si se me permitía pensarlo- o sentencia conciliar que impedía cualquier duda –si no se quería que fuera expulsado del grupo, por ateo- me hizo pensar que había rezado infinidad de veces a Dios, no para pedirle un favor, no en un acto de contrición, simplemente oraba en una actitud contemplativa, clamando para que el Señor se inclinara a obrar y juzgar, porque se debía respetar la verdad. Y cuántas veces había vuelto su cara hacia el Creador, cuántas veces sin obtener respuesta—. A pesar de todo —continuó—, decidí guardar silencio en su justa medida[2]. No quería alborotar el avispero con mis maledicencias.

 

Pero aún así oí que un interlocutor, el que tenía la palabra, señalaba:

 

-          No estaba «entrando en» la doctrina y «habitando en ella», como ālāra Kālāma le habría predicho; sus enseñanzas seguían siendo abstracciones distantes y metafísicas y parecían tener poco que ver con él personalmente. Por mucho que lo intentara no conseguía ni un atisbo de su verdadero yo, que permanecía obstinadamente oculto detrás de lo que aparentaba ser un impenetrable caparazón de praktṛi. Esta era una opinión religiosa bastante común. La gente acataba a veces las verdades de una tradición haciendo un acto de fe y aceptando el testimonio de otros, pero descubrían que la verdad interna de la religión, su esencia luminosa, permanecía elusiva. [3]

 

Al terminar, otra voz se impuso, al parecer haciendo contrapeso al anterior y dijo:

 

-          Pero en un nivel más popular, es cierto que «Dios» a veces queda reducido a un ídolo creado a la imagen y semejanza de «sus» adoradores. Si imaginamos que Dios es un ser como nosotros mismos agrandado, con simpatías y antipatías semejantes a las nuestras, resulta muy fácil endosarle algunas de nuestras esperanzas poco caritativas, egoístas e, incluso, letales, nuestros miedos y prejuicios. De hecho, este Dios limitado ha contribuido a algunas de las mayores atrocidades religiosas de la historia. [4]

 

Al parecer, un tercer hablante, de aquellos como yo, agnóstico por lo dubitativos, precisó:

 

-          Por eso es porque los seres humanos deben salvarse sin ayuda sobrenatural.[5]

 

Entonces como culminando la conversación que empieza a decaer, se oyó que alguien, entre murmullos decía:

 

-          … nadie presenta quejas contra Dios[6].

 

Naturalmente, uno ofendido reviró, aunque fuera de foco, pues la conversación daba la impresión de estar centrada en una mirada crítica de cualquier dios, pero aún sin rubor, tal vez por estar retraído y no haberse mantenido atento dentro del desarrollo de la conversación, terció:

 

-          Raza de irreflexivos y fanáticos! Lo del otro me parece una ingenuidad. Seguro que se refiere a su dios y eso es imposible. ¿Acaso cree que a la divinidad le preocupa lo que nos pueda ocurrir a los simples mortales? Si su dios o cualesquiera otros dioses se preocuparan de los hombres, perderían la felicidad y se sentirían absolutamente desazonados. Y en ese caso no serían dioses y no existirían como tales. Los dioses son bienaventurados, carecen de sensibilidad; en nada se parecen a lo que piensan los judíos. ¿Qué dios podría soportar eternamente ser el causante de la zozobra y el miedo que anida en los corazones humanos?[7]

 

Mientras la pregunta hecha se mantenía en suspenso y mientras alguien se atrevía a confirmarlo de viva voz, dado que solo se veían cabezas que se movían bien de derecha a izquierda o de arriba a abajo, alcancé a divisar el pensamiento de un meditabundo ese que nunca se había interesado por las cuestiones religiosas y le resultaba difícil distinguir a un santo de otro, al igual, suponía él, que los antiguos paganos debían de tener dificultades para recordar las atribuciones de cada dios. Además, siempre le había parecido que los santos mostraban una excesiva tendencia a perder partes del cuerpo: ojos, pechos, brazos y, cabezas[8].

 

Entonces pensó en los pobres y pudo ver los patios domésticos, y se preguntó si esa gente, en sus casas de adobe, sentía la seguridad y el amor que describían los mitos pastorales… ¿o estaban siempre conscientes de su precaria forma de vida? En cierto sentido, esas existencias eran intemporales, un momento de tiempo prestado.[9]

 

Como si hubiera leído el pensamiento de ese meditabundo, alguien terció, buscando un cambio de temperatura en la conversación:

 

-          De nada sirve desear un mundo diferente o mejor —era la moraleja perpetua (…)—. Por el motivo que sea, este mundo es el único que tenemos, y debemos vivir en él tan feliz y tan agradablemente como podamos. No podemos luchar contra la Fortuna ni contra el Destino, (…)[10].

 

Casi a continuación, oí a alguien detrás que con pasión lo ratificaba:

 

-          ¡Vaya pregunta! ¡Lo más importante de la vida es la felicidad! ¿De qué te sirve la salud o la longevidad si eres desgraciada? Aspira siempre y ante todo a la felicidad. Sea tu vida larga o corta, saludable o enfermiza, procura ser feliz.[11]

 

Y alguien terció:

 

-          Tal como decía Sancho, el dinero no compra felicidad, pero compra casi todo lo demás.[12]

 

 

 

Eso me hizo mirar más allá y los rumores de la conversación de otro grupo me llegaron, al parecer hablando de algún miembro fallecido o de algún exhumado y alcancé a oír:

 

-          ¿Qué tienen los restos humanos que provocan un terror tan básico e irracional? Solo eran huesos, los mismos huesos que llevamos dentro de nuestros cuerpos durante toda la vida formando nuestro esqueleto. ¿Por qué daban tanto miedo cuando no tenían carne encima? Quizá porque nos recordaban que no íbamos a vivir para siempre[13].

 

Y a la vez, dentro del mismo grupo un contertulio, en medio de su intimidad, le decía a su vecino:

 

-          … me doy cuenta de lo duro que esto ha de resultarle, y deseo expresar mi condolencia a usted y a su familia. Y entonces pensé, como siempre lo he hecho en estas oportunidades: —¿Por qué las palabras con las que nos enfrentamos a la muerte parecen siempre tan pobres y tan falsas?—[14]

 

Y me vino a la mente aquella leyenda que decía que en China, antiguamente, los médicos sólo cobraban sus honorarios si salvaban al paciente. En caso contrario, o no cobraban, o la familia les mataba[15]. Y a su vez recordé haber leído que La pared de la derecha, como en tantos despachos de médico, estaba cubierta de diplomas, como si los médicos tuvieran miedo de que no se les tomara en serio si no empapelaban el despacho con las pruebas tangibles de su capacitación[16].

 

Mientras lo recordaba, retomé la conversación que continuaba dentro de este grupo de apesadumbrados:

 

-          No sé rendirme ante el hecho de que para vivir sea preciso morir, que vivir y morir sean dos aspectos de la misma realidad, el uno necesario para el otro, el uno consecuencia del otro[17].

 

Como si las conversaciones confluyeran en algún punto impreciso, del otro grupo alcancé a oír la siguiente sentencia:

 

-          Uno no se hace a la idea de cuántas cosas mueren cuando muere una criatura. Aunque sólo sea un perro. Pero sobre todo, claro está, cuando es un hombre[18].

 

Y no habiendo terminado la frase, veo que alguien, con mirada de filósofo distraído, sin dirigirse a nadie concretó:

 

-          ¿De dónde venimos? —preguntó—. A decir verdad, no venimos de ningún lugar… y a la vez venimos de todas partes. Procedemos de las mismas leyes de la física que han creado la vida en todo el cosmos. No somos especiales. Existimos con o sin Dios. Somos el resultado inevitable de la entropía. La vida no es el propósito del universo. La vida es sólo aquello que el universo crea y reproduce con el fin de dispersar energía[19].

 

Ante tan tremenda y fulgurante afirmación el grupo tornó al silencio. Ante tan contundente silencio y al perder mi interés en él, al sentir ese silencio funerario, me obligó a ver a otro grupo distante, que departía al parecer sin un tema delimitado, en el que se decía:

 

-          Somos gente humilde. ¿Para qué necesitamos ir al colegio?». Era inútil explicarle que a los ignorantes no los respeta nadie, que a los pobres les hace más falta saber leer y escribir que a los ricos[20].

 

Entonces, a manera de respuesta, alguien citó a Becker:

 

-          … porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo[21].

-          ¡Yo no sirvo para eso, señor!, dijo alguno categóricamente. Y otro le terció:
—¿Cómo lo sabes? Todos tenemos adentro una insospechada reserva de fortaleza que emerge cuando la vida nos pone a prueba[22].

 

El que citó a Becker, con voz de tenor, en un idioma ininteligible cantó:

 

-          Wage Du zu irren und zu träumen! Y con su natural voz tradujo: Es de Schiller: !Atrévete a errar y a soñar![23]


Óleo sobre papel. JHB (D.R.A.)



[1] Matilde Asensi. Peregrinatio.

[2] Alejandro Corral. El desafío de Florencia

[3] Karen Armstrong. Buda. Una biografía.

[4] Karen Armstrong. Buda. Una biografía.

[5] Karen Armstrong. Buda. Una biografía.

[6] Donna Leon. Muerte en La Fenice

[7] José Luis Correal. El trono maldito.

[8] Donna Leon. Muerte en un país extraño

[9] Robin Cook. La esfinge.

[10] Colleen McCullough. Las mujeres de César.

[11] Matilde Asensi. Todo bajo el cielo.

[12] Isabel Allende. La isla bajo el mar.

[13] Matilde Asensi. Sakura.

[14] Donna Leon. Muerte en La Fenice

[15] Matilde Asensi. El origen perdido.

[16] Donna Leon. Muerte en un país extraño.

[17] Oriana Fallaci. Un sombrero lleno de cerezas.

[18] Alessandro Baricco. Esta historia.

[19] Dan Brown. Origen.

[20] Oriana Fallaci. Un sombrero lleno de cerezas.

[21] Gustavo Adolfo Becker. Mease Pérez. El organista. Marta Salís, antología de Relatos de música y músicos. De Voltaire a Ishiguro

[22] Isabel Allende. La isla bajo el mar.

[23] Ivan Turguénev. Cantar del amor triunfal. Marta Salís, antología de Relatos de música y músicos. De Voltaire a Ishiguro



viernes, 24 de julio de 2020

CUESTIÓN DE QUÍMICA?

Cómo yerran, a veces, las primeras impresiones, me dije.[1]

 

            Por qué hay personas que sin conocerlas de entrada nos caen mal? –o le caemos mal-, con la sola mirada, la presencia, la forma de actuar o la sola referencia, un solo hecho hace que el rechazo nazca –así, como si es al contrario, nos puede llevar al amor-.

 

            Pongo un ejemplo. Tony Danza, un actor –que pretende ser cómico y de entrada ya pueden ver hacia dónde voy-, gringo para más señas, al que no conozco en persona, por lo que no hay razón ni lógica para que pueda rechazarlo.

 

            Sin embargo, lo hubo, hace más de treinta años en que lo vi en alguna serie gringa y hoy, treinta años después, lo vuelvo a ver y efectivamente me volvió la sensación de rechazo. Sin motivo aparente. No me ha hecho nada y tampoco sé por qué el rechazo.

 

            Puede ser porque no me parezca buen actor, al tratar de ser actor haciendo pantomima de gracia, de payasada, sin lograrlo, según lo veo yo. Además se muestra servicial en el sentido de ser servil –algo que de por sí siempre me ha molestado-; es fantoche –algo que igualmente me molesta-; un payaso haciendo mal su papel (que me molesta más).

 

            Entonces son las circunstancias que hacen que uno de inmediato inicie con el rechazo –el cual generalmente se cimenta más a medida que se va conociendo-. Es así la química del rechazo, automático, sin explicación –tal como igual sucede con la química del amor, me digo-.

 

            Inexplicable ese rechazo de entrada y me acuerdo de algún dicho que decía que no se debe juzgar por la apariencia –por la portada, dirán otros-, pues uno se puede llevar algunas sorpresas, como efectivamente me las he llevado.

 

Ésta es una buena lección para que aprendas que, a veces, la historia que se da por cierta no es verdadera y la que se rechaza por falsa puede ser auténtica. Nunca lo creas todo ni lo des todo por bueno sin comprobarlo por ti mismo.[2]

Tomado de Facebook
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[1] Matilde Asensi. Todo bajo el cielo.

[2] Matilde Asensi. Peregrinatio.