Estamos rodeados de conceptos, tales como bien común o nación. Son meros conceptos, como derecho y libertad, que pueden decir mucho, pero a la hora de la verdad no dicen nada, porque nada tienen que decir, se limitan a ser conceptos, ya implantados y que por sí mismos eliminan cualquier deseo de definición. Alguien podría decir conmigo: mucho contenido poco continente.
En el fondo, queriendo ser conceptos
altruistas no pasan de ser conceptos egoístas, pues están contenidas en frases
que quieren ocultar su propia realidad. Hay que desconfiar cuando los políticos
o el vecino que quiere hacerse a un contrato, aduce el bien común o el
beneficio de la población, cuando no de la nación. Su simple mención –ocultando
la verdadera intención- despoja a quien pudiera tener intención de contradecir
de la autoridad posible, porque ir contra el bien común es exponerse al escarnio social. Y aún no estamos
preparados a que nos señalen en público.
Y no podemos hacer nada para
modificar la situación conceptual de los términos aludidos –ya parezco catedrático
magistral-. Decía que no podemos cambiar la percepción sobre los conceptos,
como no podemos hacerlo, por ejemplo, con el de justicia: la justicia para los de ruana, la justicia para quienes
pueden pagarla. Una misma justicia conceptual, dos intenciones diferentes. Un
mismo concepto, dos consecuencias diferentes.
Como la libertad, con consecuencias diferentes: la libertad de quien tiene
el poder, contra la libertad de quien cree tenerla, pero que en últimas no tienen
nada, porque nadie la tiene, aunque conceptualmente la tengan.
O el concepto del derecho –sin obligaciones, como hoy se
estila-.
Son meros conceptos que, como tales,
pueden o no tener consecuencias, dependiendo del poder, de la plata, de la
influencia, del desconocer quién soy yo –si no lo saben-, que conociendo de
ellas nos lleva a nada o lleva nada más que a una noción, de concepto que
aparenta decir todo, pero que no dice nada.
Y el bien común inicial, ese que transgrede toda lógica, que se cita
para coger valor o para dar por sentado.
Como aquél concepto idealista de ley, cuando es invocado como sabiduría y
última palabra: Es que la ley lo dice así
–se oye por doquiera, hasta en las asambleas de copropietarios- y todos lo dan
por sentado, en efecto la ley lo dice así –sin saber cuál-, sin dar lugar a la
duda de si puede ser verdad –concepto que tampoco hay que olvidar, porque
también tiene sus consecuencias, funestas o no-, pero por lo general, dicho en voz
alta, con intención de expeler sabiduría, no es más que una mentira, una verdad
a medias o una ignorancia que no se puede confesar y hasta también, como la
tergiversación de una mentira para que se convierta en verdad, indiscutible y
como tal, aparejada a la legalidad, cuando tampoco la hay.
Por ello, lo mejor es desconfiar de
los conceptos, especialmente patrióticos, así termine en la exposición y
expoliación social.
Se sentó en un banco y observó a los transeúntes. Ellos no tenían ni idea, ni la más remota. Desconfiaban del Gobierno, temían a la Mafia, les fastidiaban los norteamericanos, pero sus ideas eran vagas, generales. Intuían una conspiración, como la han intuido siempre los italianos, pero carecían de detalles, de pruebas. Por largos siglos de experiencia, sabían que la prueba estaba ahí, que sería más que suficiente, pero los avatares de esos siglos habían enseñado al pueblo que cualquiera que fuera el Gobierno que estuviera en el poder siempre conseguiría ocultar hasta la última prueba de sus fechorías.(1)
[1] Donna Leon. Muerte en un país extraño.
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