- … en el matrimonio no hay nada incondicional.[1]
Fue lo último que alcancé a oír mientras cerraba la puerta y pensé en lo peligrosa que era esa frase, peligrosa pero, con el tiempo, acertada.
Mientras
la digería, me encontré ante un corredor, rodeado de puertas, más puertas, sin
títulos, sin anuncios, por lo que cualquiera que eligiera daba lo mismo. Ante
la duda se queda uno siempre sin opciones, a pesar de tenerlas, pues la sola
elección ya genera duda y la mirada indecisa hacia dónde dirigirse, sin saber
tampoco si el destino será acogedor, hace mayor la incógnita, lo que generaba
esa mirada indecisa, de filósofo que no sabe para dónde retomar los pasos, pero
con mirada de filósofo. Parecía
un artista paciente y perseverante, un hombre entregado a un fin superior,
alguien que valoraba más sus fracasos que sus éxitos, una persona consciente de
que el éxito solo dura hasta que alguien lo arruina, pero que los fracasos
perduran por siempre.[2] Eso
pensaba mientras decidía la puerta que debía abrirse ante mí.
Ante la duda, abstente, me habían
enseñado. Pero esta duda era muy grande porque no había alternativa, no se
podía salir de allí si no se intentaba abrir una puerta, la que llevara al
desenlace final. Por eso no había lugar a la abstención, había que decidir, sin
lugar a posteriores pensamientos como y si hubiera abierto la otra? Y qué
hubiera pasado si no la abro o si abro otra? Dudas que siempre nos acompañan
cuando la decisión es difícil. Y pensaba en qué me iría a meter si abría la
puerta de la derecha, o de la izquierda, o la del centro, parecía que estuviera
pensando en política y pensé también que Nadie nace con
prejuicios en sus corazones, aunque a algunas personas se los inculcan a una
edad temprana.[3] En
efecto, tenía muchos prejuicios que me perseguían, los podía ocultar a los
demás, pero no a mí mismo. Pero no había otra, opté por una del centro, a pesar
de que todas las puertas eran iguales, sin distintivos, sin distinción, a la
buena de Dios!
Era abrir una puerta con temor, a lo
que hubiera detrás, pero con la esperanza de encontrarse ya en la salida. Es
una forma de abrir una puerta, generalmente la puerta que lleva a lo nuevo o a
la novedad, diferente a aquella puerta que nos espera luego de un arduo día o
la que cerramos cuando salimos de casa.
Ya abierta, no había vuelta atrás.
Son los momentos en que pienso que la vida es un libro escrito del que no hay
vuelta de hoja para reescribir, simplemente es ese lo que ha de ser, será o, para otros, el destino, inexorable y
preciso, inmodificable.
Los conversadores igualmente
distribuidos en grupos, supongo que por afinidades, por quereres y hasta por
alguna malquerencia, solo para llevar la contraria. El mundo está lleno de
ellos. Como está lleno de idiotas. Los
idiotas están por todos lados. Camuflados detrás de su aspecto inofensivo,
sobreviven, se alimentan y crecen gracias a la oportunidad que les concedemos
de meterse en nuestra vida, de extenderse por ella, de taparla, arruinarla y
contaminarla igual que lo haría una mancha de aceite en medio del océano. Del
mismo modo cruel y minucioso que un virus infecta y coloniza un organismo sano
hasta asfixiarlo. La verdad, trato de no juzgar a los extraños, pero a veces mi
cerebro se pone a funcionar sin atender a intenciones previas ni protocolos
sociales.[5]
Curiosamente, de algún lado,
ambientando el ambiente que se respiraba, se oyó un canto, o era algún tenor
presente que lo hacía? No podía hacer la distinción, pero decía: È sempre bene Il sospettare un poco, in
quiesto mondo[6].
Y así era, en los grupos, tan heterogéneos que uno se encuentra, no todos son
lo que aparentan ni tan malos como uno cree, aunque Los hipócritas nunca
piensan que los demás puedan ser tan falsos como ellos[7].
En una esquina un par de cristianos
me llamaron la atención, no solo por su presencia sino por algunas palabras que
alcancé a oír, en medio de tanto murmullo, de tanta murmuración:
—¿Creéis
en las reliquias y en su poder curativo? —le preguntó Carlos a Pablo Losantos.
El médico acababa de entrar en la estancia donde había desayunado el emperador
para revisar su pie, que aquella noche le había dado alguna molestia.
—La
Iglesia así lo asevera, y yo, majestad, soy un devoto cristiano.
—Escuchad
esto —el emperador abrió el manuscrito por la página que acababa de leer y la
releyó en voz alta—: «Pues de esta manera hallaréis infinitas reliquias por el
mundo y se perdería muy poco en que no las hubiese. Placiera a Dios que en ello
se pusiese remedio. El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en
Burgos, y también en Nuestra Señora de Amberes, y la cabeza de san Juan
Bautista en Roma y en Amiens de Francia. Pues apóstoles, si los quisiésemos
contar, aunque no fueron sino doce y el uno no se halla y el otro está en las
Indias, más hallaremos de veinticuatro en di versos lugares del mundo. Los
ciento veinticuatro clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres, y ahora
hay uno en Roma, otro en Milán y otro en Colonia, y otro en París y otro en
León y otros infinitos. Pues del palo de la cruz os digo de verdad que si todo
lo que dicen que hay de ella en la cristiandad se juntase, bastaría para cargar
una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de
quinientos los que se encuentran solamente en Francia. Pues leche de Nuestra
Señora, cabellos de la Magdalena, muelas de san Cristóbal, no tienen cuento. Y
allende de la incerteza que en esto hay, es una vergüenza muy grande ver lo que
en algunas partes dan a entender a la gente. Si os quisiese decir otras cosas
más ridículas que suelen decir que tiene, como del ala del ángel san Gabriel,
como de la penitencia de la Magdalena, huelgo de la mula y del buey, de la
sombra del bordón del señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del
jubón de la Trinidad y otras infinitas cosas a estas semejantes, sería para
haceros morir de risa. Solamente os diré que pocos días ha que en una iglesia
colegial me mostraron una costilla de san Salvador. Si hubo otro Salvador, sino
Jesucristo, y si él dejó acá alguna costilla o no, véanlo.[8]
En efecto, siempre había creído en
el exceso de prepucios sagrados que rodaban por este mundo, sin ton ni son, era
debido solo a la gracia de Dios o, me corrijo, de su santa madre iglesia, que en su
imaginación consideró que por ser divino, podía tener un gran tamaño para poder
ser desmembrado en tantas partes, como las gotas de leche virginales que al
parecer curaban todo, menos los males de este mundo.
Pero
no hablemos de difuntos, que no se pueden defender. Y entonces oí, a mis
espaldas:
—Si no podemos
hablar mal de los muertos, ¿de quién vamos a hablar mal? —preguntó Carrara con
sorprendente sensatez[9].
Enmudecí
y no habiendo nada más que agregar, me di vuelta indiferente a lo que pasaba.
[1] Isabel
Allende. El amante japonés.
[2] Alejandro
Corral. El desafío de Florencia
[3] Jeffrey Archer - En Pocas Palabras
[4] Arturo
Pérez-Revert. El Húsar.
[5] Roberto Martínez
Guzmán. La suerte de los idiotas.
[6] [Es siempre
bueno recelar un poco en este mundo.]. Così fan tutte. Mozart. Citado en Mientras
dormían. Donna Leon.
[7] Mientras
dormían. Donna Leon.
[8] José Luis
Corral. Los Austrias II. El tiempo en sus manos.
[9] Acqua
alta. Donna Leon.
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