Habiendo leído a
lo largo de mi vida sobre Buda, más precisamente sobre Sidharta o Gautama o
príncipe Gotama, entre ellos el más famoso de Herman Hesse, a mis manos cayó
una interesante biografía de Buda que, además me aclaró lo que no tenía diáfano
desde mi juventud. Buda no es una persona, es un título para todos aquellos que
han logrado la iluminación, el nirvana
–no sé qué es, pero es para personas muy elevadas-, de allí que Buda, el que
conocemos, el Sidharta, el Gautama, no sea más que uno dentro de la lista de
iluminados, que los tradicionalistas han señalado como treinta y nueve, de allí
que en oriente se vean tantas estatuas en tan diferentes posiciones,
equivocación en la que hemos incurrido casi todos los occidentales. Y que
también el budismo no es una religión, es una forma de vivir, de ver la vida. Esto
ya da un alivio.
Con esta aclaración y naturalmente
dentro de mi propia ignorancia sobre el tema, que reconozco es absoluta, me
llamó la atención el centrarse el budismo en la búsqueda de los males de la
humanidad y, entre ellos, señala como la madre al deseo. Y efectivamente, si
uno sin sesgo alguno lo ve, puede concluir que matando o al menos moderando al deseo,
se puede llevar una mejor vida.
Para aclarar, transcribo algunos
apartes que al respecto se encuentran en el libro leído[1], que ilustran mejor lo
dicho que lo que por mí podría decir:
Nuestra visión del mundo está, por consiguiente,
distorsionada por nuestra ambición y, a menudo, eso lleva a la mala voluntad y
la enemistad cuando nuestros deseos chocan con los deseos de otros. De ahí que
Gotama siempre asociara el «deseo» (tanhā) con el «odio» (dosa). Cuando decimos
«quiero», a menudo nos sorprendemos a nosotros mismos embargados por la
envidia, los celos y la rabia si hay otras personas que se interponen en
nuestros deseos o triunfan ahí donde nosotros hemos fracasado. Esos estados
mentales son «inhábiles o no provechosos» porque nos llevan a ser más egoístas
que nunca. El deseo y su concomitante, el odio, son por tanto las causas
conjuntas de gran parte de la miseria y el mal del mundo. Por una parte, el
deseo nos lleva a «arrebatar» o «aferramos» a cosas que nunca pueden darnos una
satisfacción duradera. Por otra, nos hace estar permanentemente descontentos
con nuestras circunstancias presentes. Como Gotama observó a medida que un
deseo tras otro se apoderaban de su mente y su corazón, los seres humanos están
constantemente suspirando por ser algo distinto de lo que son, por estar en
otro lugar, y conseguir lo que no tienen. Es como si continuamente estuviesen
buscando una forma de renacimiento, una nueva forma de existencia. El apetito
(tanhā) se manifiesta asimismo incluso en el deseo de cambiar nuestra postura,
ir a otra habitación, tomar un tentempié o abandonar súbitamente el trabajo e
ir en busca de alguien con quien charlar. Esos apetitos triviales nos asaltan
hora a hora, minuto a minuto, de modo que no conocemos el descanso. La
compulsión de ser algo diferente nos consume y nos distrae.
Y refuerza la
idea:
Los monjes de la ribera
oriental del Ganges estaban convencidos de que aquel tanhā sediento era lo que
mantenía a la gente encadenada al saṃsāra. Afirmaban que todas nuestras
acciones estaban motivadas, hasta cierto punto, por el deseo. Al tomar
conciencia de nuestro deseo, dábamos los pasos pertinentes para hacerlo
realidad; cuando un hombre deseaba a una mujer se esforzaba por seducirla;
cuando alguien se enamoraba quería poseer a la persona amada y se aferraba a
ella y suspiraba por ella compulsivamente. Nadie se molestaría en hacer un
trabajo arduo y a menudo tedioso para ganarse la vida a menos que quisiese
conseguir comodidades materiales. Así pues, el deseo era el detonante de las
acciones de la gente (kamma), pero cada acción tenía consecuencias a largo
plazo y condicionaba el tipo de existencia que la persona tendría (…).
Y concluyo, dentro de mis propias
limitaciones mentales, que hasta el deseo es la madre de marketing, la
publicidad, las redes sociales y demás ciencias actuales, en las que explotan
el deseo, de cualquier cosa, con el fin de esclavizarnos y mantenernos siempre
en búsqueda de ese algo no logrado, no obtenido, tan fijo en el horizonte que
nos lleva a pensar que algún día llegaremos a esa meta, sin saber que el
horizonte, siendo finito, es infinitamente imposible de lograr, bajo el yugo de
un querer innecesario.
Los hombres, en cambio,
ambicionan siempre mucho más que la riqueza. Ambicionan el poder y el poder es
una escalera por la cual, cuando se empieza a ascender, no hay ni final ni
descenso, salvo la caída, que a muchos les acontece pues arriba no hay lugar
para todos.[2]
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