lunes, 27 de julio de 2020

ENTRE LIBROS


Me encontraba ante un grupo bastante heterogéneo, disímiles aún como personas, como si unas no empataran con las otras, grupo compuesto a su vez por diversos grupos adicionales, que tampoco empatan entre ellos.

 

Viéndolo desde la distancia en donde me hallaba, alcanzaba a oír diversas conversaciones, disímiles entre ellas, entre los diferentes grupos y eso me hacía ver como un extraño que trataba de encajar en alguno de ellos, sin quererlo hacer en la realidad. Era divertido estar en ese distanciamiento y de esta forma evitaba tomar partido, expresar mi opinión, que a esta edad podía ser más que divergente, venenosa por decir lo menos y con la tranquilidad del peregrino que puede desviarse de su camino porque el tiempo le pertenece.[1]

 

Unos hablaban de política, como siempre; otros de, me pareció oír, dios, quien no podía faltar en algún contexto; otros más, de lo que se habla en un grupo cualquiera que no tiene un tema fijo sino que improvisa como se improvisa un camino cualquiera.

 

Así, queriendo mantener esa distancia, que me hacía a la vez invisible, pude oír conversaciones ajenas y diversas, que quisiera guardar en este momento.

 

Un grupo, al parecer concentrados sus miembros en un tema aparentemente religioso, con caras serias, distantes y propias de aquellos que creen que hablan de un tema trascendental del que se consideran expertos, como acto de fe, -irreflexivo e irracional si se me permitía pensarlo- o sentencia conciliar que impedía cualquier duda –si no se quería que fuera expulsado del grupo, por ateo- me hizo pensar que había rezado infinidad de veces a Dios, no para pedirle un favor, no en un acto de contrición, simplemente oraba en una actitud contemplativa, clamando para que el Señor se inclinara a obrar y juzgar, porque se debía respetar la verdad. Y cuántas veces había vuelto su cara hacia el Creador, cuántas veces sin obtener respuesta—. A pesar de todo —continuó—, decidí guardar silencio en su justa medida[2]. No quería alborotar el avispero con mis maledicencias.

 

Pero aún así oí que un interlocutor, el que tenía la palabra, señalaba:

 

-          No estaba «entrando en» la doctrina y «habitando en ella», como ālāra Kālāma le habría predicho; sus enseñanzas seguían siendo abstracciones distantes y metafísicas y parecían tener poco que ver con él personalmente. Por mucho que lo intentara no conseguía ni un atisbo de su verdadero yo, que permanecía obstinadamente oculto detrás de lo que aparentaba ser un impenetrable caparazón de praktṛi. Esta era una opinión religiosa bastante común. La gente acataba a veces las verdades de una tradición haciendo un acto de fe y aceptando el testimonio de otros, pero descubrían que la verdad interna de la religión, su esencia luminosa, permanecía elusiva. [3]

 

Al terminar, otra voz se impuso, al parecer haciendo contrapeso al anterior y dijo:

 

-          Pero en un nivel más popular, es cierto que «Dios» a veces queda reducido a un ídolo creado a la imagen y semejanza de «sus» adoradores. Si imaginamos que Dios es un ser como nosotros mismos agrandado, con simpatías y antipatías semejantes a las nuestras, resulta muy fácil endosarle algunas de nuestras esperanzas poco caritativas, egoístas e, incluso, letales, nuestros miedos y prejuicios. De hecho, este Dios limitado ha contribuido a algunas de las mayores atrocidades religiosas de la historia. [4]

 

Al parecer, un tercer hablante, de aquellos como yo, agnóstico por lo dubitativos, precisó:

 

-          Por eso es porque los seres humanos deben salvarse sin ayuda sobrenatural.[5]

 

Entonces como culminando la conversación que empieza a decaer, se oyó que alguien, entre murmullos decía:

 

-          … nadie presenta quejas contra Dios[6].

 

Naturalmente, uno ofendido reviró, aunque fuera de foco, pues la conversación daba la impresión de estar centrada en una mirada crítica de cualquier dios, pero aún sin rubor, tal vez por estar retraído y no haberse mantenido atento dentro del desarrollo de la conversación, terció:

 

-          Raza de irreflexivos y fanáticos! Lo del otro me parece una ingenuidad. Seguro que se refiere a su dios y eso es imposible. ¿Acaso cree que a la divinidad le preocupa lo que nos pueda ocurrir a los simples mortales? Si su dios o cualesquiera otros dioses se preocuparan de los hombres, perderían la felicidad y se sentirían absolutamente desazonados. Y en ese caso no serían dioses y no existirían como tales. Los dioses son bienaventurados, carecen de sensibilidad; en nada se parecen a lo que piensan los judíos. ¿Qué dios podría soportar eternamente ser el causante de la zozobra y el miedo que anida en los corazones humanos?[7]

 

Mientras la pregunta hecha se mantenía en suspenso y mientras alguien se atrevía a confirmarlo de viva voz, dado que solo se veían cabezas que se movían bien de derecha a izquierda o de arriba a abajo, alcancé a divisar el pensamiento de un meditabundo ese que nunca se había interesado por las cuestiones religiosas y le resultaba difícil distinguir a un santo de otro, al igual, suponía él, que los antiguos paganos debían de tener dificultades para recordar las atribuciones de cada dios. Además, siempre le había parecido que los santos mostraban una excesiva tendencia a perder partes del cuerpo: ojos, pechos, brazos y, cabezas[8].

 

Entonces pensó en los pobres y pudo ver los patios domésticos, y se preguntó si esa gente, en sus casas de adobe, sentía la seguridad y el amor que describían los mitos pastorales… ¿o estaban siempre conscientes de su precaria forma de vida? En cierto sentido, esas existencias eran intemporales, un momento de tiempo prestado.[9]

 

Como si hubiera leído el pensamiento de ese meditabundo, alguien terció, buscando un cambio de temperatura en la conversación:

 

-          De nada sirve desear un mundo diferente o mejor —era la moraleja perpetua (…)—. Por el motivo que sea, este mundo es el único que tenemos, y debemos vivir en él tan feliz y tan agradablemente como podamos. No podemos luchar contra la Fortuna ni contra el Destino, (…)[10].

 

Casi a continuación, oí a alguien detrás que con pasión lo ratificaba:

 

-          ¡Vaya pregunta! ¡Lo más importante de la vida es la felicidad! ¿De qué te sirve la salud o la longevidad si eres desgraciada? Aspira siempre y ante todo a la felicidad. Sea tu vida larga o corta, saludable o enfermiza, procura ser feliz.[11]

 

Y alguien terció:

 

-          Tal como decía Sancho, el dinero no compra felicidad, pero compra casi todo lo demás.[12]

 

 

 

Eso me hizo mirar más allá y los rumores de la conversación de otro grupo me llegaron, al parecer hablando de algún miembro fallecido o de algún exhumado y alcancé a oír:

 

-          ¿Qué tienen los restos humanos que provocan un terror tan básico e irracional? Solo eran huesos, los mismos huesos que llevamos dentro de nuestros cuerpos durante toda la vida formando nuestro esqueleto. ¿Por qué daban tanto miedo cuando no tenían carne encima? Quizá porque nos recordaban que no íbamos a vivir para siempre[13].

 

Y a la vez, dentro del mismo grupo un contertulio, en medio de su intimidad, le decía a su vecino:

 

-          … me doy cuenta de lo duro que esto ha de resultarle, y deseo expresar mi condolencia a usted y a su familia. Y entonces pensé, como siempre lo he hecho en estas oportunidades: —¿Por qué las palabras con las que nos enfrentamos a la muerte parecen siempre tan pobres y tan falsas?—[14]

 

Y me vino a la mente aquella leyenda que decía que en China, antiguamente, los médicos sólo cobraban sus honorarios si salvaban al paciente. En caso contrario, o no cobraban, o la familia les mataba[15]. Y a su vez recordé haber leído que La pared de la derecha, como en tantos despachos de médico, estaba cubierta de diplomas, como si los médicos tuvieran miedo de que no se les tomara en serio si no empapelaban el despacho con las pruebas tangibles de su capacitación[16].

 

Mientras lo recordaba, retomé la conversación que continuaba dentro de este grupo de apesadumbrados:

 

-          No sé rendirme ante el hecho de que para vivir sea preciso morir, que vivir y morir sean dos aspectos de la misma realidad, el uno necesario para el otro, el uno consecuencia del otro[17].

 

Como si las conversaciones confluyeran en algún punto impreciso, del otro grupo alcancé a oír la siguiente sentencia:

 

-          Uno no se hace a la idea de cuántas cosas mueren cuando muere una criatura. Aunque sólo sea un perro. Pero sobre todo, claro está, cuando es un hombre[18].

 

Y no habiendo terminado la frase, veo que alguien, con mirada de filósofo distraído, sin dirigirse a nadie concretó:

 

-          ¿De dónde venimos? —preguntó—. A decir verdad, no venimos de ningún lugar… y a la vez venimos de todas partes. Procedemos de las mismas leyes de la física que han creado la vida en todo el cosmos. No somos especiales. Existimos con o sin Dios. Somos el resultado inevitable de la entropía. La vida no es el propósito del universo. La vida es sólo aquello que el universo crea y reproduce con el fin de dispersar energía[19].

 

Ante tan tremenda y fulgurante afirmación el grupo tornó al silencio. Ante tan contundente silencio y al perder mi interés en él, al sentir ese silencio funerario, me obligó a ver a otro grupo distante, que departía al parecer sin un tema delimitado, en el que se decía:

 

-          Somos gente humilde. ¿Para qué necesitamos ir al colegio?». Era inútil explicarle que a los ignorantes no los respeta nadie, que a los pobres les hace más falta saber leer y escribir que a los ricos[20].

 

Entonces, a manera de respuesta, alguien citó a Becker:

 

-          … porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo[21].

-          ¡Yo no sirvo para eso, señor!, dijo alguno categóricamente. Y otro le terció:
—¿Cómo lo sabes? Todos tenemos adentro una insospechada reserva de fortaleza que emerge cuando la vida nos pone a prueba[22].

 

El que citó a Becker, con voz de tenor, en un idioma ininteligible cantó:

 

-          Wage Du zu irren und zu träumen! Y con su natural voz tradujo: Es de Schiller: !Atrévete a errar y a soñar![23]


Óleo sobre papel. JHB (D.R.A.)



[1] Matilde Asensi. Peregrinatio.

[2] Alejandro Corral. El desafío de Florencia

[3] Karen Armstrong. Buda. Una biografía.

[4] Karen Armstrong. Buda. Una biografía.

[5] Karen Armstrong. Buda. Una biografía.

[6] Donna Leon. Muerte en La Fenice

[7] José Luis Correal. El trono maldito.

[8] Donna Leon. Muerte en un país extraño

[9] Robin Cook. La esfinge.

[10] Colleen McCullough. Las mujeres de César.

[11] Matilde Asensi. Todo bajo el cielo.

[12] Isabel Allende. La isla bajo el mar.

[13] Matilde Asensi. Sakura.

[14] Donna Leon. Muerte en La Fenice

[15] Matilde Asensi. El origen perdido.

[16] Donna Leon. Muerte en un país extraño.

[17] Oriana Fallaci. Un sombrero lleno de cerezas.

[18] Alessandro Baricco. Esta historia.

[19] Dan Brown. Origen.

[20] Oriana Fallaci. Un sombrero lleno de cerezas.

[21] Gustavo Adolfo Becker. Mease Pérez. El organista. Marta Salís, antología de Relatos de música y músicos. De Voltaire a Ishiguro

[22] Isabel Allende. La isla bajo el mar.

[23] Ivan Turguénev. Cantar del amor triunfal. Marta Salís, antología de Relatos de música y músicos. De Voltaire a Ishiguro



No hay comentarios.:

Publicar un comentario