En nuestro oficio
hay que aprender a convivir con la frustración. En el suyo y en el mío. Y en
cualquiera. Como decía uno de mis maestros, en eso consiste la vida civilizada:
en aprender a convivir de manera razonable con la frustración.[1]
En efecto, la vida está llena de
frustración, en todas partes se encuentra y al encontrarnos con ella, sin
poderla superar, entramos en depresión.
Me preguntaba cómo era posible que
no nos hubieran educado para convivir con ella, sin que quiera significar que
nos debiéramos someter indefectiblemente, pues de hacerlo el suicidio sería la
única salida.
Se exige desde pequeños que seamos
los mejores, aún a costa de los demás, aunque el plural utilizado no era
propiamente mi caso, pues dentro de la liberalidad de pensamiento de mi papá,
conociéndome, quería el mejor esfuerzo. De unas décadas para acá la lucha por
ser el mejor, no mejor sino el mejor, es una exigencia de su tiempo y por ello
se ven tantas zancadillas por ser el primero, a toda costa, pero hay que
hacerlo, pues parecen entender que siéndolos son mejores personas. Allá ellos,
pero cuando me los encuentro solo puedo pensar de ellos: pobres güevones.
Y por eso hay tanta frustración,
porque de lo que no se han dado cuenta es que solo uno puede ser primer y como
decía un amigo, los demás son segundos. Pero qué hay de malo ser segundo, tercero
y aún de último?
El mundo no es un jardín de flores,
constantemente se gana y se pierde, el bus, el puesto, el amor y lo único que
se debe hacer es aprender a convivir de manera razonable con la frustración,
sabiéndose que hay que saber levantarse, pues no todo el mundo puede ser el
primero y que siendo el tercero, tampoco es tan dramático, pues forma parte de
la vida y la vida hay que saberla llevar y saberla vivir.
Antes nos azotaban con látigos hechos con piel
de hipopótamo. Actualmente sería imposible hacerlo. Los látigos son invisibles,
solo dejan huella en el cerebro y en la delicada piel del corazón.[2]