Eso hacemos, sí, ante el temor de hacer el ridículo o, ante, simplemente miedo a que nos señalen como ignorantes. No nos atrevíamos a confesar que no entendíamos, aún si no estuvieran hablando en chino, no teníamos la suficiente fortaleza de un niño para decir sin ruborizarse: no entendí.
Hoy
no entiendo por qué lo hice tantas veces. Aunque también me pidieron que
hiciera ininteligible lo que podía decirse de manera sencilla. Y logré hacer de
lo simple algo complicado, pues para eso se hicieron los abogados, o no?
Hoy,
en la distancia, cuando ya no me importa ruborizarme por no saber, veo cómo a
través del lenguaje se pueden ocultar tantas cosas; nada más ver el objeto de
un contrato de prestación de servicios, por ejemplo. Dicen de todo, sin decir
nada. Un discurso blindado contra algún ente investigador. Si no puedes con el
enemigo, confúndelo, es la orden. Y eso ya no lo entiendo, pudiendo confesar
que se le contrata para algo en concreto, para qué carajos escribir galimatías,
pues escribiéndolas, se quiere significar que lo más seguro es que se quiere
ocultar algo, lo que no se quiere que se vea, pero alargando más el tema, la
pereza intelectual ha llevado simplemente al ocultamiento de todo, copiando lo
que ni siquiera saben que quieren ocultar. Hoy escribo y puedo decir
abiertamente no entendí, como casi no entiendo lo que acabo de escribir.
Todo
esto por una valla, la de la foto, de la que no entendimos un carajo cuál es el
objeto, pero pudimos decir, sin colorearnos, sin rubores, no entendí.
—Es por tu bien.[1]
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