Este año, si de he ser sincero, la carta al niños Dios me dio pereza escribirla, pues me porté como siempre, no hubo novedad, por lo que, cualquiera fuera el regalo por recibir, me lo merecía, si sigo con los cánones de lo que me enseñaron. Y si esperaba el regalo celestial, parece que no llegó, aunque la sutileza me dirá que otra cosa es que no lo viera. Cuestiones celestiales, que nunca se pronuncia de una manera clara, sino a través de símbolos, parábolas, esoterismos que ni el mismo Papa entiende.
Y las palabras de fin de año, he de
confesar que la pereza de escribir me estaba ganando, al ser el límite del año
que pasó, el inicio de uno nuevo, tránsito que ni se siente, todo por
convencionalismos, en cuya esclavitud estamos, naturalmente, sería de bobos
negarlo.
Como sea, parece que la tradición
obliga a hacer un recuento de lo transcurrido, en el que, en mi caso, no paso
nada raro, nada realmente extraordinario, fuera de haber seguido viviendo, cosa
extraordinaria en estos tiempos y con tanto virus rondando alrededor.
Ese volver la cabeza y repasar un
año de vida cada cual sabrá cómo hacerlo, pero el común denominador será el de
agradecimiento, porque, como sea, sobrevivimos el año.
Y mirando hacia el frente, porque da
la casualidad de que el fin de año es ver atrás pero a la vez hacia adelante, que
es el tener la esperanza del que viene. A eso se reduce el año nuevo, a la
esperanza. Esperanza que está llena de deseos, aspiraciones, anhelos, quereres,
tal como está envuelto siempre el futuro, esquivo para tanto deseo, aspiración,
anhelo y aún de promesas repetidas ese último día del año y como promesa, hermana
del futuro, inevitablemente vaporosa, pero esperanza es esperanza. Si Ciorán
dijo que el hombre sin angustias no es hombre, yo le complemento en cuanto el
hombre sin esperanzas, no es hombre[1].
A estas edades puedo concluir, para
este fin de año, que me basta con agradecer el año que pasó y que
afortunadamente ya pasó y con alguna esperanza de futuro, pues ya no estoy con
fuerzas para tener todas las esperanzas de mi juventud que pudieron pasar a mi
lado y se olvidaron de acompañarme, casi todas las veces.
Me basta con agradecer el año pasado
y ver con buenos ojos el año que viene, que ya tendremos un año más para
evaluar, aún cuando esa otra próxima vez de reflexión, tenga el mismo resultado
de la de este año (y la de los anteriores, me digo en mudo silencio).
En fin, tratándose de fin de año,
baste oír a adecuado volumen el ron de vinola, el ausente y falta cinco para
las doce, con un fuerte guepajé, como recordatorio de los años pasados y los
pesados años que se llevan encima.
Si alguien te dice que te ve bien, eso
significa de modo implícito que esperaba verte peor. ¿Y por qué lo esperaba?
Porque has llegado a una edad en que lo peor puede pasarte de la noche a la
mañana. Solo por poner un ejemplo: hasta cierto día de tu vida, resbalas, caes,
te levantas y no te has hecho nada, pero después llega un día en que resbalas,
caes y ya no puedes levantarte porque te has roto el fémur. ¿Qué ha sucedido?
Ha sucedido que has traspasado el confín invisible de una edad a otra.[2]
[1] Nótese que el uso de este último se
refiere a conjunto, a generalidad, así se ofendan los segregacionistas o los
inclusivistas, los feministas, o como deseen llamarse todos esos estúpidos que
ahora abundan, por mí pueden ofenderse, yo sí sé escribir. (En un arranque de
final de año, a modo de liberación de la mala leche que tales fanáticos me
producen).
[2] Andrea Camillieri. La luna de papel.
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