No pretendo decir
que la monotonía tenga méritos por sí misma;
solo digo que
ciertas cosas buenas no son posibles
excepto cuando
hay cierto grado de monotonía.
B. Russell. La conquista de la felicidad
En
un día de esparcimiento o de tranquila monotonía, como se quiera, mirando a un horizonte
inexistente, elevado en pensamientos de inexactitud, de trivialidad, retornó a mí
la palabra aburrimiento.
Recordé
a Mónica cuando en alguna oportunidad me preguntó en qué pensaría una vaca mientras
todo el día comía pasto, siempre con la cabeza gacha. Si mal no recuerdo, supongo
que le dije que se la pasaba rumiando sus propios pensamientos. A partir de la vaca
y del comentario, cuando veo vacas, cabras, ovejas me veo preguntándoles en voz
alta en qué piensan, si no se aburren todo el día con la cabeza abajo, rumiando,
rumiando qué? Sólo pasto? Vida aburridora, sentencié.
Hoy,
recordando a Russell, en un corto ensayo, La
conquista de la felicidad (lo recomiendo[1],
bajo el entendimiento de que lo escribió a principios del siglo XX), me acordé sobre
el aburrimiento y lo comenté con Mónica (nuevamente con su respuesta me dio pistas
para hablar hoy de eso), y me dijo: acaso el aburrimiento no es natural en todos
los seres vivos?
Me
dije sí, aburridora la vida de la diminuta bacteria de aquí para allá, por toda
su eternidad, al igual que un mamífero o un ave, siempre lo mismo, lo único que
los saca de la monotonía puede ser el excesivo sol o la lluvia, pero siempre lo
mismo. Y pensé que en efecto esa situación es connatural a todo ser vivo, piénsese
en un árbol, cuya monotonía es todavía mayor al no poder desplazarse, solo pendiente
de que el viento le mueva. Todos, una eterna monotonía que tiene por constante el
aburrimiento.
Pero
una diferencia entre los seres vivos y el hombre: el único que es consciente de
ese aburrimiento es el hombre! Vaya privilegio, se dirá!
Y
aquí entra Savater, en el prólogo del aludido libro:
En realidad, el aburrimiento
siempre ha sido
la verdadera maldición de la humanidad, de la que provienen la mayor parte de nuestras
fechorías. Las sociedades preindustriales agrícolas debían de ser inmensamente tediosas
(Russell insinúa, a mi juicio con poco fundamento, que los miembros masculinos de
las tribus de cazadores lo pasaban bastante bien) pero gracias a la superstición
religiosa rentabilizaban mejor el aburrimiento. En cambio hoy «nos aburrimos menos
que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo de aburrirnos». Y ese es en efecto
nuestro problema: no hay nada más desesperadamente aburrido que el temor constante
a aburrirse, la obligación de hallar diversiones externas. Salvo un puñado de personas
creativas —sobre todo científicos, artistas y gente humanitaria que convierte la
compasión en tarea absorbente— al resto de la humanidad no le queda más remedio
que fastidiar al prójimo, morirse de fastidio... o comprar algo. En fin, esperemos
que internet alivie un poco los peores efectos de nuestra trágica condición.
Y Russell a lo largo del capítulo dedicado al tema, enfatiza
que es condición natural de la humanidad, aún de quienes tienen éxito A menos que se le haya enseñado qué hacer con
el éxito después de conseguirlo, el logro dejará inevitablemente al hombre presa
del aburrimiento. Y agrega: Todos los
grandes libros contienen partes aburridas, y todas las grandes vidas han incluido
períodos sin ningún interés. Imaginemos a un moderno editor estadounidense al que
le presentan el Antiguo Testamento como si fuera un manuscrito nuevo, que ve por
primera vez. No es difícil imaginar cuáles serían sus comentarios, por ejemplo,
acerca de las genealogías. «Señor mío», diría, «a este capítulo le falta garra.
No esperará usted que los lectores se interesen por una simple lista de nombres
propios de personas de las que no se nos cuenta casi nada. Reconozco que el comienzo
de la historia tiene mucho estilo, y al principio me impresionó favorablemente,
pero se empeña usted demasiado en contarlo todo. Realce los momentos importantes,
quite lo superfluo y vuelva a traerme el manuscrito cuando lo haya reducido a una
extensión razonable». Eso diría el editor moderno, sabiendo que el lector moderno
teme aburrirse. Lo mismo diría de los clásicos confucianos, del Corán, de El Capital de Marx y de todos los demás libros consagrados que han
vendido millones de ejemplares.
No debe olvidarse que Todas las mejores novelas contienen pasajes aburridos. Una novela que eche
chispas desde la primera página a la última seguramente no será muy buena novela.
Tampoco las vidas de los grandes hombres han sido apasionantes, excepto en unos
cuantos grandes momentos. Pasajes que he de confesar, tengo la tendencia de
saltármelos, para no aburrirme! Y en efecto, uno piensa que el único que se puede
aburrir es uno, porque se piensa que un Papa o un presidente siempre están ocupados
pensando en grandes temas, pero ellos también han de pasar lo mismo que uno, ellos
también orinan, pero uno nunca se los imagina. Me imagino sí, a raíz de este blog,
que el Papa también tiene sus momentos de tedio, de ensoñación, de aburrimiento,
de ganas de salir corriendo a sentarse a mirar al horizonte inexistente lejos de
que le jodan la vida. Aún Jesús debía tener días aburridores, sería por eso que
cuando caía en ese estado se ponía a tentar al diablo, para salir de esa abulia.
Lo que pasa, como lo dice Russell, es que nos han vendido la idea de que sólo la
gente común y corriente se aburre.
Y eso me llevó a otro pensamiento que creí de mi propia
cosecha, pero que resultó consecuencia de la lectura del filósofo inglés y era que
a uno desde niño le deberían enseñar a aburrirse, a saber que un día es igual al
otro, sin diferencia alguna y que por eso mismo, era uno quien marcaba la diferencia
entre uno y otro, entre un tedio y un eterno aburrimiento, siendo creativo, siendo
soñador, siendo proactivo. Y Russell en sus propias palabras decía: La capacidad de soportar una vida más o menos
monótona debería adquirirse en la infancia. Los padres modernos (de
principios del siglo XX!) tienen mucha culpa
en este aspecto; proporcionan a sus hijos demasiadas diversiones pasivas, como espectáculos
y golosinas, y no se dan cuenta de la importancia que tiene para un niño que un
día sea igual a otro, exceptuando, por supuesto, las ocasiones algo especiales.
En general, los placeres de la infancia deberían ser los que el niño extrajera de
su entorno aplicando un poco de esfuerzo e inventiva. Y eso lo dijo a principios
del siglo XX, cuando a duras pena la última novedad era el bombillo y el teléfono,
qué decir hoy que a un muchachito que dice estar aburrido le bajamos cientos de
juegos por internet y se los ponemos como un chupo, para que no se aburra, aunque
lo cierto es que lo hacemos para que no nos jodan!
Y en efecto, el problema actual no es propiamente el aburrimiento,
como bien dijo Savater, sino el miedo al aburrimiento, cosa diferente. Eso me trae
a la mente el mito del viernes: Hoy es viernes!!!!! Hagamos la olaaaaa! Y qué pasa
el viernes, para el común de la gente? Lo mismo que el fin de semana, igual que
lunes o jueves, salir de estudio o trabajo y directo a la casa a aburrirse –si eso
quieren- porque no tienen nada más qué hacer, pero se imaginan que el resto del
mundo sale al bar a beber como locos, a llevar esos días de loca rumba, cuando realmente
todos están iguales y sin plata, pero hoy es viernes!!! Mitos que se crean para
tratar de confundir a la mente o para demostrar que no todos somos iguales!
Y para culminar, he de confesar que este blog lo escribí
en un momento de aburrimiento, ante la falta de tema y con él corroboré que al aburrimiento
se le puede sacar provecho, mucho provecho, sólo hay que saberlo administrar.
Una vida feliz tiene que ser, en gran medida, una vida tranquila,
pues solo en un ambiente tranquilo puede vivir la auténtica alegría.
B. Russell
Foto: JHB (D.R.A.)
[1] El prefacio lo explica: Este libro no va dirigido a los eruditos
ni a los que consideran que un problema práctico no es más que un tema de conversación.
No encontrarán en las páginas que siguen ni filosofías profundas ni erudición profunda.
Tan solo me he propuesto reunir algunos comentarios inspirados, confío yo, por el
sentido común. Lo único que puedo decir a favor de las recetas que ofrezco al lector
es que están confirmadas por mi propia experiencia y observación, y que han hecho
aumentar mi propia felicidad siempre que he actuado de acuerdo con ellas. Sobre
esta base, me atrevo a esperar que, entre las multitudes de hombres y mujeres que
padecen infelicidad sin disfrutar de ello, algunos vean diagnosticada su situación
y se les sugiera un método de escape. He escrito este libro partiendo de la convicción
de que muchas personas que son desdichadas podrían llegar a ser felices si hacen
un esfuerzo bien dirigido.
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