Pensaba en la soldadesca, en los
militares, en su acepción mayor y general (¡). Es un mal necesario –o un bien
indispensable, según se piense-.
Me retrotraigo a tiempos de antaño,
la de los relatos históricos y de novelas, en donde un ejército se reunía
contra otro, en situaciones semejantes. Una lucha cuerpo a cuerpo, en el que
quien tuviera menos bajas vencía. Armados, puede que hasta los dientes, pero en
retrospectiva era espada contra espada. Dicen que valientemente disputaban un
ideal. La guerra todo un arte considerada. La paz, ni siquiera un arte –a pesar
de necesitar unas cuantas reglas-.
Pensaba en que ellos morían por un
ideal, siempre político o religioso, pero nunca individual, el ideal de otro,
uno impuesto.
Iban a la guerra con la conciencia
clara que era matar o morir, no había otra.
Pensaba en cuántos millones, a lo
largo de la historia, habían muerto sin pena ni gloria, ese soldado desconocido
sin lápida de recordatorio –el último fragmento para no ser olvidado, tan
descaradamente-.
Y es en el momento de la batalla en
que el ser humano se convierte en asesino, sin razón pero con el ideal de
alguien que ni siquiera participa, un verdadero asesino, dicho sin eufemismo.
La parte más amarga del ser humano y si se ve bien, la parte que lo
deshumaniza.
Y yo por qué he de ir al campo de
batalla, porque otro lo dice, porque otro lo ordenó, porque otro lo dispuso
desde su cómodo sillón? Se puede oír en esos campos.
Me imagino no el miedo de ir a
batalla, me imagino es el horror del dilema: matar o morir y ver en la cara del
contrincante el mismo horror y ambos pensando: qué diablos estoy haciendo acá?
He de confesar que jugué a ser
militar, de esos de fin de semana, en donde hasta los generales lo llamaban a
uno doctor, siendo soldado. Mea culpa.
Pero
también te digo, tío, que nada puede cambiar el destino de un hombre ni impedir
que sea lo que esté destinado a ser.(1)
Tomado de Facebook. 74662409_2440407536056207_7989016449077215232_n |
(1) La corona de
hierba. Colleen McCullough
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