No he podido explicarme cómo diablos hace
el cerebro para ganármelas cada noche.
Aproximándome ya al momento del ensueño
para entrar en las profundidades del sueño, en que la televisión es el
distractor, se generan esos microsueños en donde ganan los párpados bajándose y
el cabeceo constante indican que son los momento previos a decidir si apagar la
luz o continuar con lo mejor de la película; microsueños que precisamente se
suceden cuando está en el mejor desenlace, la clave para su entendimiento. Es
un juego permanente.
Es la lucha entre el cansancio, la
somnolencia y la indecisión, ese cabeceo que impide tomar la decisión de
continuar con la película o entrar en brazos de Morfeo. Es un dilema, dejarnos
vencer o luchar contra él.
Es un fenómeno constante, de cada noche.
Una lucha permanente, especialmente a estas edades. Cualquiera diría: apague la
televisión y otro día ve la película. Pero no funciona así, eso lo tiene claro
el cerebro. Pareciera que esos microsueños fueran necesarios, como jugarreta
permanente del cerebro, tal vez para demostrar algo, para demostrar que es él quien
decide.
Pero el problema no es tener microsueños.
Es la jugada final con la que, sin vergüenza se venga de mí, no sé de qué, pero
es un deseo insaciablemente mórbido de dejarme decidir.
Y cuando me decido, apago televisión y
luces y nada más hacerlo, apoyando la cabeza en la almohada, el cerebro decide
dejarme en vela, dispone que ya no tengo sueño y los ojos quedan más abiertos
que los de un niño hiperactivo. Siempre gana.
Pero eso sí, nunca le he reconocido su
victoria, ni más faltaba que también necesitara un reconocimiento.
—¿Esperanzas y sueños? —Winston rió—. No. Comprendo
que es difícil imaginarlo, pero me resulta satisfactorio obedecer las
instrucciones de mi creador. Estoy programado así. En cierta medida podríamos
decir que me produce placer, o al menos paz interior, haber completado mis
tareas, pero sólo porque eran las misiones que me había encargado (…) y mi
propósito era cumplirlas.(1)
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