sábado, 29 de julio de 2023

CRÓNICAS DE BOGOTÁ. EL VENADO DE ORO.

                Durante muchos años, la ruta que me llevaba al trabajo era por la Avenida Circunvalar y siempre que pasaba por allí había que desembocar al Instituto Roosevelt -dedicado a la ortopedia y rehabilitación infantil[1], en cuya puerta, o cercanías, no recuerdo bien, había una escultura de un venado. En alguna oportunidad tuve ocasión de saber que el punto en donde estaba el venado se llamaba el Venado de oro y así quedó en mi memoria, aunque había oído alguna historia al respecto, ocurrida en los tiempos del ruido. Ahora recordando la ruta por Google, veo que corresponde a la carrera 4ª este con 17. Sinceramente nunca me orienté muy bien por la Circunvalar, sabía que se llegaba a Monserrate, se subía por la vía que daba a la iglesia de Egipto y se bajaba por la sexta; el detalle nunca fue de mi interés, por lo que si me decían una dirección concreta, me perdía por esos lares. Para informar sobre el instituto bastaba con decir que quedaba en el Venado de oro.

                 Como sea, con la lectura de las Crónicas de Bogotá, se refrescó mi recuerdo sobre el Venado de oro y he aquí la historia:

 Cuenta la crónica que llegó entonces (1700) a la capital del Nuevo Reino un joven distinguido, con el objeto de buscar fortuna. Se llamaba don Diego Barreto, portugués y hombre de vida disipada y tormentosa, que dejaba el garito solamente para buscar lances de amor. Habitaba entonces en la ciudad un rico comerciante, don Pedro Domínguez Lugo, oriundo de España, quien viudo hacía algunos años, fincaba su ventura en hacer la dicha de la única hija que tenía, la cual, a más de ser muy bella, era modelo de virtudes y había negado su solicitada mano a muchos pretendientes, por no abandonar a su anciano y cariñoso padre. No pasó mucho tiempo sin que Barreto y doña Inés de Domínguez tuvieran ocasión de conocerse y de tratarse, y como era natural, pronto se escribieron cartas de amor y tuvieron citas nocturnas, no obstante la vigilancia de don Pedro, quien, con el alma adolorida, le hizo saber a su hija que desaprobaba la preferencia y el cariño que le había consagrado a un aventurero de insanas costumbres y de hogar desconocido. Nada valieron las instancias de Domínguez en el enamorado corazón de doña Inés, y entonces, cegado por la ira, atacó a don Diego, estando los dos armados de sendas espadas, en el momento en que el galán, cubierto por las sombras de la noche, se acercaba a la ventana en que lo esperaba la enamorada doña Inés. En el lance el airado padre quedó gravemente herido, a pocos pasos de su morada y a la vista de la apasionada doncella. Barreto huyó, persuadido de que había dado muerte al acaudalado comerciante, y buscó El Boquerón, al oriente y en las afueras de la ciudad, como lugar de refugio. La oscuridad, que era profunda, una lluvia torrencial que se desató e hizo crecer excepcionalmente el riachuelo San Francisco, y el hallarse entre abruptas peñas, en donde no había sendero, fueron causas que lo obligaron a detenerse en una gruta donde se favorecía del agua y del peligro de morir despeñado. La noche se parecía entonces a la escena descrita por el poeta Rafael María Baralt. Súbito el estampido del trueno horrizonante se desata, y el intenso bramido de la tormenta al aire se dilata; rompe el rayo las nubes: piedra y fuego con él caminan, y en su furia ciego campos incendia y montes arrebata. Allí pasó la noche don Diego meditando en lo que haría para no dejarse aprehender de las autoridades coloniales. Con la primera claridad del día se preparaba don Diego a abandonar su asilo, cuando vio brillar, en el fondo oscuro de la gruta, algo que lo deslumbró por el momento. Avanzó unos pocos pasos, y se encontró con una pesada masa de metal; pasada la ofuscación que la oscuridad causa en los primeros momentos después de contemplar la luz, paulatinamente sus ojos vieron más en la semioscuridad de la gruta adonde no entraba más claridad sino la de tenues rayos que se filtraban al través del tupido matorral; entonces pudo contemplar un venado, de tamaño natural, toscamente fabricado en oro macizo; don Diego no daba crédito a lo que sus ojos veían; por un momento se creyó víctima de un sueño y que todo lo que le había sucedido desde la noche anterior no era más sino una ardiente pesadilla; pronto, sin embargo, tornó a la realidad y se convenció de lo cierto y efectivo que era aquello que contemplaba. Entonces vino a su memoria el haber oído referir que en el sitio de recreo de los Zipas, Teusaquillo, en cuyo lugar se fundó a Santafé, existía un santuario en donde los indios adoraban un enorme venado de oro, y que cuando la invasión de los conquistadores, los indios, por orden del Zipa, lo escondieron a toda prisa, sin que hasta entonces se hubiera vuelto a saber de su paradero. Don Diego, que no podía volver a la ciudad, mutiló la cornamenta del venado, ayudándose de su espada y de gruesos guijarros, “y se dispuso a poner señales precisas para que, cuando volviera, le fuese imposible equivocar el sitio. En primer lugar, tapó con piedras la estrecha entrada de la cueva, arrancó algunas plantas parásitas y líquenes de los que se desarrollan en aquellos sitios, y los colocó en las junturas para que echando raíces simularan la espontánea vegetación de la naturaleza y fuera imposible a otra persona descubrir la gruta que encerraba su tesoro.

Concluido su trabajo, miró hacia la ciudad y tiró la visual en línea recta; su mirada encontró el aldabón de la puerta principal dé la iglesia de La Veracruz[2]; con esto ya tenía la señal para orientarse; luego, queriendo dejar aún otra seña más precisa, clavó su espada al frente de la entrada de la gruta,” y abandonó aquel sitio, seguro de volver a encontrarlo. Don Pedro sanó de su herida y continuó con fruto sus operaciones comerciales, pero no volvió a tratar a doña Inés con las atenciones que antes le prodigaba. Después de cuatro años don Diego volvió ocultamente a la ciudad, creyendo que el tiempo transcurrido era suficiente para el olvido de su trágica aventura. Luego que hubo llegado, confió a un íntimo amigo, con toda franqueza, el secreto de su amor y fortuna, y los dos marcharon sin dilación a las faldas de Monserrate por el mismo camino que en memorable noche había recorrido don Diego cuatro años antes, en busca del venado de oro. La casualidad los hizo pasar por las puertas de la casa de don Pedro, donde estaba éste de pie en el ancho zaguán. Reconoció don Pedro al punto a su enemigo, agítanse en su corazón los viejos recuerdos de odios y venganzas, y el ofendido padre se lanza sobre el enamorado, con puñal en la mano, el cual le clava en el pecho a don Diego, que cae en brazos de su amigo, ya hecho cadáver.
Al poco tiempo falleció don Pedro en estrecha prisión, y doña Inés, sola en el mundo, buscó asilo en los claustros del monasterio de Santa Clara. Esta leyenda se conservó como tradición en Santafé por mucho tiempo, y no faltaron cándidos que ignorando la historia de los chibchas, buscaban desde el atrio de la antigua Veracruz, con mirada ansiosa, el lugar donde debía encontrarse la cueva que guardaba el venado de oro.

 

                Toda una trama para Corín Tellado[3]. Me pregunto si alguien encontró el Venado de Oro, aunque espero no olvidar en detalle de cuando esté en la Veracruz mirar hacia ese lado, quién quita que el tesoro me esté esperando.

Tomada de Google
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[1] Como reconocimiento a la importancia de la labor desarrollada, el Congreso de la República mediante la Ley 62 de 1948 cede a la institución el edificio denominado «Hostería del Venado de Oro», construido con ocasión de la Conferencia Panamericana. https://www.institutoroosevelt.com/quienes-somos/historia-y-reconocimientos/

[2] En la carrera 7ª con 16. Regida por la Hermandad de la Veracruz, encargados de disponer de asistir a los ajusticiados y darles sepultura en la fosa de esta iglesia (Wikipedia), de allí que reposaran en sus tierras cerca de ochenta próceres de la independencia.

[3] Especialista en novela rosa y muy leída en las peluquerías que mientras se esperaba, se leía Vanidades, aunque no lo sabía, Wikipedia me ilustró: Corín Tellado es la autora más famosa, además de prolífica y vendida, de la literatura popular española. Publicó unos 5000 títulos, algunos de las cuales fueron traducidos a 27 idiomas y llevados al cine, radio y televisión. Figura en el Libro Guinness de Récords 1994 (edición española) como la autora más vendida en lengua castellana por haber vendido 400 000 000 de ejemplares de sus novelas, y ya en 1962 la UNESCO la había declarado la escritora española más leída después de Miguel de Cervantes.

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