lunes, 31 de julio de 2023

CRÓNICAS DE BOGOTÁ. EL TIEMPO DEL RUIDO


                 La alusión al tiempo del ruido deviene de mi niñez en que se la oí pronunciar a mi mamá en algunas oportunidades y creo, si le pregunté, no me supo decir a qué se refería. En otras conversaciones de mayores -en esa época los menores no podíamos intervenir- la oí, pero nunca vine a saber a qué se refería.

                 Sin embargo, las Crónicas de Bogotá vinieron a ilustrarme al respecto, demasiados años después -es decir, ahora-. Dejo la historia en la voz del autor de las Crónicas:

 Sólo un ruido memorable se dejó oír en medio de tanto silencio: el 9 de marzo de 1687, a las diez de la noche, con un ruido extraordinario despertaron los habitantes de Santafé, quienes dormían tranquilos hacía ya largo tiempo, pues las ocupaciones nocturnas consistían en rezar el rosario y cenar en familia; terminaban temprano, y el toque de queda les cerraba las puertas de la calle. No fue—dice el jesuita José Cassani—de tan corta eficacia ni fortaleza que no interrumpiese ni cortase la fuerza y pesadez del primer sueño a los que por trabajadores estaban ya entregados al descanso; de suerte que es la mayor ponderación la verdadera seguridad de que no hubo persona a quien no espantase y que no lo oyese. Al primer golpe dudaron todos; al segundo, temieron; al tercero, se aterraron, y con la perseverancia salieron de sí, y aun de sus casas y aun de la ciudad. Es fácil referir la confusión y la turbación de aquella noche: solo aquella prosopopeya con que nos representan los predicadores el día del juicio, puede prestarnos alguna explicación a lo que físicamente sucedió la noche del espanto. La gente toda fuera de sus casas, por el terror de que se venían abajo: unos medio vestidos, como estaban en sus posadas; otros enteramente desnudos, porque estaban ya acostados, y todos gimiendo y clamando misericordia, discurrían sin tino por las calles; nadie sabía a dónde iba, porque nadie sabía dónde estaba; todos clamaban al cielo, porque veían que les faltaba la tierra: fue preciso abrir las iglesias, donde se refugiaba, como a sagrado, el temor, huyendo de la Divina Justicia . Otro jesuita, Juan Ribero, al relatar este ruidoso suceso dice lo siguiente: Habiendo estado así el principio del día, como también la tarde, con serenidad y quietud, se comenzó a oír generalmente en toda ella (la ciudad) y en muchas leguas de su contorno, un tan estupendo y terrible ruido que cuantos lo oyeron asombrados y atónitos, no se acuerdan de haber oído cosa igual, ni esperan oírla si no es en otro caso semejante al que pasó entonces; duró este ruido el espacio de un cuarto de hora, y en este breve tiempo es indecible el gentío que ocupó las calles con la novedad; pues aunque había pocos en pie y despiertos en aquella hora, por estar muchos entregados al sueño, y los más, recogidos en sus camas, el sobresalto y confusión ruidosa, despertando a unos y desacomodando a otros, los hacía dejar el sueño y recogimiento y salir despavoridos y asombrados, ya a medio vestir, ya desnudos, como permitía a cada uno la turbación, y daba prisa el deseo natural de huir de la muerte, cuyo temor a todos había ocupado. Pero aunque salían huyendo, no sabían a dónde iban, pues dejando sus casas donde a cada uno le parecía ser el ruido que se escuchaba, en saliendo fuera de ellas le percibían mayor, y hallaban mayor confusión; y así, faltos de consejo y como fuera de sí, andaban las gentes por las calles y plazas a carrera, todos, sin distinción de sexo o estado, huyendo hacia diferentes partes, conforme les parecía poder librarse mejor del peligro que les amenazaba: unos corrían como locos hacia la eminencia de los cerros y montes vecinos, juzgando que el ruido se formaba en la llanura; al contrario, otros huían la vecindad y cercanía de los cerros, acogiéndose presurosos al llano, por parecerles que de la altura les venía todo el daño. Los del barrio de Las Nieves corrían a buscar refugio en lo principal de la ciudad, y los de la ciudad, huyendo de ella, se retiraban a Las Nieves, y últimamente, encontrándose unos con otros de huida, ninguno encontraba el refugio y consuelo que pretendía, pues donde juzgaban hallarle, advertían que la confusión de las gentes era mayor, la turbación de los ánimos más extraña, y el temor de todo viviente más crecido, y preguntando unos a otros por si sabían el origen del caso, tan insólito y formidable, nadie daba razón, porque todos ignoraban la causa, y a ninguno dejaba lugar el miedo y sobresalto para poder responder. No aumentaba poco la aflicción y desconsuelo grande que el caso traía consigo, el continuo y triste alarido que se escuchaba por las calles de niños y mujeres, que con la debilidad de la edad y del sexo tienen menos ánimo para hacer rostro a los peligros, y se acogen más fácilmente a las lágrimas; a esto se juntaban los incesantes y formidables aullidos de los perros que, conjurados todos cuantos había en la ciudad, parece que lloraban y sentían a su modo la calamidad y ruina de los hombres; todo lo cual, junto con los clamores lúgubres y piadosos de las campanas, que a una rompían entre los sonidos tristes del aire, componían una noche tremenda y horrorosa de juicio. Y, a la verdad, si de esto puede haber remedio alguno en esta vida, que baste a darnos especies de lo que será aquel día último de los tiempos, uno fue, y muy al vivo, el de esta lamentable noche, según el temor, confusión, sobresalto y otras circunstancias que concurrieron en ella.

Por su parte, el simpático cronista Caballero dice: A 9 de marzo de 1687, estando la noche serena, buena y sin alteración ninguna, como a las diez de la noche comenzó un extraño ruido en la tierra, en el aire o en el cielo—que al fin no se supo dónde fue,—el que duró cerca de media hora, de suerte que no quedó persona despierta ni dormida que no lo sintiese. Al primer golpe dudaron; al segundo, temieron, y al tercero, se aterraron de tal modo, que salieron todos de sus casas como estaban, desnudos o vestidos, y corrían sin saber para dónde, pidiendo misericordia. Nadie sabía a dónde iba ni a dónde estaba; los de un barrio iban a otro, y los de aquél a éste, y así se atropellaban unos a otros en esa hora, y se abrieron todas las iglesias y se expuso el Santísimo Sacramento. En esta confusión nadie sabía a qué atribuirlo: unos decían que era el demonio que disparaba una gran batería, pero esto era nada, pues el ruido, según se sintió, era más recio que el estallido de un cañón de 36; y como era continuo, los del campo les parecía que iban ya volando por el aire. En fin, cosa terrible y espantosa. Quedaron todas las gentes como atontadas, pues se preguntaban unas a otras lo sucedido, y nadie acertaba a dar una razón. El ruido les duró en los oídos por mucho tiempo, y el terror pánico que concibieron fue tal, que a cualquiera ruidito que oyesen se levantaban dando tantos gritos y alaridos, que ponían en consternación a todo un barrio o parroquia. El ruido no se puede figurar, por haber sido una cosa muy extraña y fuera de los límites de la naturaleza. El trueno más grande de un rayo sería nada en su comparación, y esto, seguido por espacio de media hora, fue lo que aturdió y quedaron todos como dementes. Hasta el Presidente Cabrera y Dávalos salió de su letargo, y dejando el Palacio, reunió numerosa comitiva y recorrió las calles de San Agustín y Santa Bárbara, porque la opinión general más común era que enemigos sangrientos, al són de cajas de guerra y disparando mosquetes, bombardas y piezas de artillería, ocupaban las orillas del Fucha. Pasó el ruido dejando impresiones inolvidables y la idea entre las gentes vulgares de que el olor de azufre que se había percibido era causado por diablos que cruzaban por los aires; los colonos de mejor juicio y más sano criterio no atribuyeron el olor de azufre a Satanás y a su corte, y todos supieron, meses después, que en la misma noche del ruido, terremotos repetidos habían conmovido las tierras del Ecuador y del Perú. Desde entonces, cuando entre nosotros se quiere ponderar la antigüedad o vejez de alguna cosa, se dice: eso es del tiempo del ruido[1].

                 De allí que ahora me puedan señalar como un viejo del tiempo del ruido, pensando que todo lo pasado fue mejor (pero eso sí, con internet).

Parece increíble que en nuestro tiempo pueda haber país en donde sus individuos piensen tan erradamente. Yo, en tales ocasiones, no hallo otro recurso que tomar sino el silencio, por no exponerme a unas contradicciones insoportables. No hay duda que caigo en otro extremo de consentir tales extravagancias. No es el medio más favorable para mi opinión; pero desde luego es el más oportuno, atendidas todas las circunstancias. Oír contar a estas gentes algunos efectos de la naturaleza, es pasar el tiempo oyendo delirar a unos locos.... Que esto sucediera entre viejas ignorantes o entre hombres nada instruidos, no causara mucha admiración; pero que las mismas relaciones oiga un viajero en boca del vulgo que en la de los que se tienen por más racionales en el pueblo.... para esto no hay consuelo .... Instrúyase usted en el modo de pensar de estas gentes, y dé gracias al cielo de no hallarse en un país donde la racionalidad va tan escasa que corre peligro cualquier entendimiento bien alumbrado.

Tomado de Google


[1] Para contextualizar y precisar, en esa época colonial, según desprendo de lo leído en la crónica, Bogotá no era propiamente una ciudad, era un pueblo grande, y como tal no era que la sapiencia le gobernara, máxime que España tenía vetada la llegada de libros a estas tierras, por lo que para ese entonces estaba muy lejos de tener lugar el ser la Atenas suramericana, cuyo honor tuvo alguna vez, en los tiempos del ruido, para luego alejarse de poder gozar de ese título. Bien lo escribió el sabio Mutis: Parece increíble que en nuestro tiempo pueda haber país en donde sus individuos piensen tan erradamente. Yo, en tales ocasiones, no hallo otro recurso que tomar sino el silencio, por no exponerme a unas contradicciones insoportables. No hay duda que caigo en otro extremo de consentir tales extravagancias. No es el medio más favorable para mi opinión; pero desde luego es el más oportuno, atendidas todas las circunstancias. Oír contar a estas gentes algunos efectos de la naturaleza, es pasar el tiempo oyendo delirar a unos locos... Que esto sucediera entre viejas ignorantes o entre hombres nada instruidos, no causara mucha admiración; pero que las mismas relaciones oiga un viajero en boca del vulgo que en la de los que se tienen por más racionales en el pueblo.... para esto no hay consuelo .... Instrúyase usted en el modo de pensar de estas gentes, y dé gracias al cielo de no hallarse en un país donde la racionalidad va tan escasa que corre peligro cualquier entendimiento bien alumbrado.


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