lunes, 18 de diciembre de 2023

MEDITACIÓN

           A mis manos cayó un libro breve y por lo sugerente de su título (Biografía del Silencio, de Pablo D’Ors), decidí echarle una mirada más que todo llamado por el mismo título de tratar sobre el silencio, el cual desembocó precisamente en la meditación, en el silencio interior, si es posible señalarlo como tal.

 Es la vivencia de la meditación que el autor ha tenido a través de los años de práctica. De allí que haya decidido transcribir algunos de los apartes más interesantes pues de pronto alguien, de aquellos que le ven con un velo de resistencia, puedan reconsiderarlo y saber que en su sencillez de pronto se obtiene si no conocimiento al menos una tranquilidad que alivia el agobio diario. O como lo expresa D’Ors: meditando no voy a conseguir nada en absoluto. Porque meditar es infinitamente más estéril (aunque también infinitamente más fecundo) que todo lo que uno pueda imaginar

             Para la meditación no hay reglas, no hay un estricto protocolo que seguir, ni en la forma ni en la posición, cada cual encuentra el momento, la forma y la posición, así como la disposición para hacerlo. Naturalmente hay guías para un iniciado, recomendaciones de experiencias ajenas, pero realmente uno es quien debe encontrar el camino, sin temor alguno y en la meditación, si no se logra alcanzar un estadio superior -que supongo solo logran los monjes tibetanos- al menos se puede llegar a tener un sueño bastante reconfortante, lo que no impide pensar que se meditó, de alguna manera. Es un asunto que no tiene reglas estrictas, ni manuales perversos que indiquen el camino a la iluminación, porque creo que demasiados pocos podrían obtenerla, pero las personas comunes podemos lograr al menos un estado de bienestar, por lo que resulta recomendable, veinte minutos de su práctica no incomodan a nadie, a pesar de los tiempos modernos, con tanto distractor, de redes que pueden ser suplantadas por tan pocos minutos en una práctica sencilla.

             Pero bueno, no trato de hacer un tratado, admitiendo mi ignorancia en el tema, sino tan solo transcribirlos como una forma de no olvidar esas enseñanza. Entonces empecemos:

 Esto es, en esencia, lo que enseña la meditación: a sumergirse en lo que estás haciendo. «Cuando como, como; cuando duermo, duermo»: dicen que fue así como un gran maestro definió el zen. 

 Por las veces en que he atisbado algo de este espacio y en el que he habitado en él, aunque solo sea durante algunos segundos, puedo asegurar que la verdadera dicha es algo muy simple y que está al alcance de todos, de cualquiera. Solo hay que pararse, callar, escuchar y mirar; aunque pararse, callar, escuchar y mirar —y eso es meditar— se nos haga hoy tan difícil y hayamos tenido que inventar un método para algo tan elemental. Meditar no es difícil; lo difícil es querer meditar. 

 La calidad de la meditación se verifica en la vida misma, ese es el banco de prueba. Por eso, ninguna meditación debería juzgarse por cómo nos hemos sentido en ella, sino por los frutos que da. Más aún: meditación y vida deben tender a ser lo mismo. Medito para que mi vida sea meditación; vivo para que mi meditación sea vida. No aspiro a contemplar, sino a ser contemplativo, que es tanto como ser sin anhelar. 

 Cuando reflexionamos solemos complicar las cosas, que suelen presentarse nítidas y claras en un primer momento. Casi ninguna reflexión mueve a la acción; la mayoría conduce a la parálisis. Es más: reflexionamos para paralizarnos, para encontrar un motivo que justifique nuestra inacción. Pensamos mucho la vida, pero la vivimos poco.

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 … en Occidente vivimos en un mundo demasiado intelectualizado. Para hacer frente a este intelectualismo generalizado y exacerbado es preciso despertar al maestro interior que cada uno de nosotros llevamos dentro y, en fin, dejarle hablar. Digo esto porque en el fondo todos somos mucho más sabios de lo que creemos y porque en ese fondo todos sabemos bien qué es lo que se espera de nosotros y qué debemos hacer. El maestro interior no dice nada que no sepamos; nos recuerda lo que ya sabemos, nos pone ante la evidencia para que sonriamos. A decir verdad, sobran todos los maestros del mundo: cada cual es ya un cosmos entero de conocimiento y sabiduría. 

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 Es maravilloso constatar cómo conseguimos grandes cambios en la quietud más absoluta. Porque no es solo que el silencio sea curativo, también lo es la quietud. Ante todo hay que decir que el silencio en quietud es muy diferente al silencio en movimiento. Está demostrado científicamente que los ojos que no se mueven propician en el sujeto una concentración mayor que si se tienen en movimiento. 

 Lamentablemente, todos solemos estar demasiado enamorados del drama. En cuanto nos percibimos como seres no dramáticos, ¡nos aburrimos de nosotros mismos! Nos inventamos los problemas y las dificultades para sazonar nuestra biografía, que sin esas trabas nos parece plana y gris. Descubrir que uno no puede realizar determinada tarea, por ejemplo, no tiene por qué ser un problema; puede ser una liberación. La convalecencia que comporta una enfermedad bien puede ser vivida como una merecida temporada de vacación. La ruptura de un matrimonio puede ser el primer paso para un matrimonio mejor. Dicho más sencillamente: la amargura o dulzura de la que hagamos gala no depende de la realidad —el matrimonio, la tarea o la enfermedad—, sino de nosotros, solo de nosotros. Gracias a la meditación he descubierto que ninguna carga es mía si no me la echo a los hombros. 

 Yo medito exactamente como vivo: con miedos, con imágenes, con conceptos. Habrá quien medite y vea sobre todo su pasado: serán los nostálgicos; o quien medite y más que nada vea a su pareja: serán los enamorados; o quien sea víctima de un montón de estímulos sin orden ni concierto: los dispersos. Nadie se sienta a meditar con lo que no es.

Pero no basta sentarse en silencio, hay que observar lo que sucede dentro: esas son las reglas del juego. Cuanto más observas, más aceptas: es una ley matemática, aunque familiarizarte con ella podrá costar más o menos. Al sentarse en silencio se obtiene un espejo de la propia vida y, al tiempo, un modo para mejorarla. La observación, la contemplación, es efectiva. Mirar algo no lo cambia, pero nos cambia a nosotros.

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 Siempre estamos buscando soluciones. Nunca aprendemos que no hay solución. Nuestras soluciones son solo parches, y así vamos por la vida: de parche en parche. Pero si no hay solución, en buena lógica es que tampoco hay problema. O que el problema y la solución son la misma y única cosa. Por eso, lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema es vivirlo. Nos batimos en duelos que no son los nuestros. Naufragamos en mares por los que nunca deberíamos haber navegado. Vivimos vidas que no son las nuestras, y por eso morimos desconcertados. Lo triste no es morir, sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión. 

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 Puedes ostentar importantes cargos o ninguno, ser letrado o analfabeto, haber tenido miles de experiencias o muy pocas, venir de largos viajes o de un pueblo pequeño y desconocido: nada de eso es una condición y mucho menos un impedimento para poder meditar. No importa cuál haya sido tu pasado. No cuenta el equipaje que lleves contigo, sino tú, solo tú, todo lo demás es indiferente o, incluso, puede llegar a estorbar. 

 Lo más acertado parece ser, en consecuencia, dejar que el otro sea lo que es. Creer que uno puede ayudar es casi siempre una presunción. En el zen se enseña a dejar a los demás en paz, porque poco de lo que les sucede es realmente asunto tuyo. Casi todos nuestros problemas comienzan por meternos donde no nos llaman. 

 En el zen no se intenta nada: se hace o no se hace, pero no se intenta. Y hay en el zen —como en el taoísmo en general— una singular preferencia por el no-hacer, convencido como está de que buena parte de las cosas en este mundo funcionaría mejor sin la intervención humana, que tiende a violentar su ritmo natural o a crear efectos secundarios de incalculables proporciones. 

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 Puesto que estamos en la vida, ¡vivámosla! Eso parece lo más sensato. Si hemos de aprender a nadar, es mejor que nos lancemos al agua y que no pasemos demasiado tiempo pensándonoslo en la orilla. Este es exactamente nuestro problema en la vida: los titubeos, los miedos, las dudas sistemáticas, el temor a vivir. Siempre es más inteligente lanzarse a la aventura. 

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 Uno debe sentarse a meditar dispuesto a entregarlo todo, como un soldado que acude a la guerra completamente solo. Porque a la hora de la verdad, es así como estamos: solos. Al final de un camino siempre estamos solos y, a veces, también a la mitad de ese camino lo estamos. Raramente, en cambio, al principio. Ni la pareja ni la familia ni los amigos… Ni siquiera Dios parece acudir en nuestra ayuda en los momentos decisivos. Todos están muy ocupados en sus cosas, y nosotros debemos estarlo en las nuestras. No se trata de egoísmo o de indiferencia, sino de simple responsabilidad: hay que responder de lo propio. En el tribunal de nuestra conciencia, tenemos que dar cuenta de lo que hemos recibido. 

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 En el fondo da igual si se avanza mucho o poco, lo importante es avanzar siempre, perseverar, dar un paso cada día. La satisfacción no se obtiene en la meta, sino en el camino mismo. El hombre es un peregrino, un homo viator. 

             Somos peregrinos y debemos preocuparnos por ese peregrino que habita en nosotros, poco importa lo que los demás puedan pensar de este pensamiento, pues el final del camino no es la meta, la meta es el camino mismo y los obstáculos habrá que superarlos, porque se trata de nuestra propia vida. Que cada cual elija la suya y la viva como le corresponda, al final, nacemos solos y morimos solos, dice algún filósofo.

 

Cuesta mucho aceptarlo, pero nada hay tan pernicioso como un ideal y nada tan liberador como una realidad, sea la que sea. 

Tomado de Facebook
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