Andaba pensando en los pasos que hasta ahora nos habían conducido hasta donde estamos.
Mientras,
Lorenzo, un niño de cuatro años, cantaba algo que decía, si mal no entendí, sobre
la vida y los laberintos que había que recorrer. Para ser sincero, laberinto y
vida fueron las palabras que le alcancé a entender, al estar pensando yo en el
camino recorrido.
Y
la suma de esos dos pensamientos, uno propio y otro ajeno, hicieron la
conjunción perfecta del camino recorrido y que, en efecto, es un camino lleno
de laberintos, en donde en cada ocasión hay que decidir cuál escoger para
llegar a lo que se cree el destino final.
Hay
entrada inicial y camino final, es cierto; extremos en los que nuestra decisión
no existió realmente al llegar al de partida y por supuesto, el del final. Del
primero, allí no se tiene opción, es dar el primer paso para iniciar un
recorrido de saltos, tumbos, caídas, pero siempre con el deber de pararse para
continuar, una y otra vez.
Y
no hay camino recto perfectamente delineado, a pesar de que en la suma final
hemos de darnos cuenta que sí estaba perfectamente delineado, a pesar de las
curvas y rectas sin salida, delineado por el destino, pero al saberlo ya no hay
remedio, no hay vuelta atrás, pues parece que la condición para el ingreso es
que no vale tener escondido el hilo de Ariadna, pues no se aceptan estas ayudas
o estas trampas, según se vea.
Y
cada cual tiene su propio laberinto, en ocasiones caminando en solitario, otros
en soledad y otros con muchas intersecciones de otros laberintos que se cruzan,
que se interceptan, que se superan.
Y
me digo yo, tantas pendejadas que me da por pensar, eso se llama estar senil o
estar desocupado[1].
Es absurdo condenar la ignorancia pasada desde
la sabiduría presente. [2]
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