No
poder decir lo que uno realmente piensa es un gran pecado, especialmente
impuesto por el qué dirán, por la presión social, por oponerse a una mayoría
ficticiamente asentada.
En
esas estamos, ocultando nuestro pensamiento y supongo que nuestros ancestros
también lo sufrieron con mayor intensidad.
Poder
decir sin vergüenza lo que realmente quiero, poder expresar una opinión
personal, poder oponerme porque a mí no me gusta o porque creo que debe ser
diferente. Pero el poder radica en el prójimo, en el poder de rechazo nacido de
una imposición ajena y vaporosa, nacida de quién sabe dónde, pero simplemente
impuesta. Imposibilidad de expresión por el qué dirán ajeno, que ni nos
mantiene ni al que le debemos cuenta, pero que nos hace sentir vergüenza, nos
hace sentir rebeldes, nos ruboriza, nos hace sentir diferentes.
Esa
imposibilidad de poder expresar un sincero pensamiento ante la posibilidad de
ser excluidos, de ser sometidos al bulin
del prójimo que también está imposibilitado de expresar su querer pero que ya
están esclavizados por una mayoría imaginaria.
Poder
expresar un no quiero, un no estoy de acuerdo sin rubor alguno, sin temor de
discriminación y de rechazo. Eso es lo que nos está faltando. Nos hace falta
perder la vergüenza para expresar eso que realmente queremos, mandando al
carajo la opinión de los otros, de la mayoría, de esos otros que tampoco se
pueden expresar, como se debería expresar, sin llegar naturalmente al fanatismo
ni al vandalismo.
Por
eso creo que el eufemismo nos está matando, porque la expresión íntima ya no es
posible expresarla, salvo de viejo –y eso con resquemor- cuando ya uno no tiene
mayor cosa qué perder.
…es un olvido interesado. Así que no es olvido: es la
supresión de una verdad incómoda. El ejemplo perfecto de una conspiración
exitosa.(1)
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