Siempre he odiado los minutos de silencio decretados. Es lo más incómodo y abusivo que me puede ocurrir y si se quiere hasta denigrante para mí y para el homenajeado, creo yo.
Es un minuto eterno, en que todos hacen su silencio (hipócrita por demás), en que nadie se mira a la cara, todos cabizbajos, caras entristecidas (como si realmente lo sintieran) y todos pendientes de que termine lo más pronto posible, para continuar con lo que venga a continuación (que no es otra cosa que recordar que se está vivo, al menos así debería ser). Siempre he pensado que es el momento perfecto para definir la hipocresía social. Y peor cuando ese minuto está destinado a recordar a los muertos de la batalla de Waterloo o a los masacrados hace cincuenta años, como si de algo sirviera.
En esos minutos decretados mi cabeza empieza con la cuenta regresiva que finalice ese tormento de hipocresía (insisto, al menos para mí). Miro la cara de los demás y veo cómo rehúyen de cualquier mirada, se esconden mirando los zapatos, mirándose las manos, las uñas, al ser incapaces de largarse (naturalmente siempre que he podido huyo de esas invitaciones, pero algunas eran obligatorias, para mi desgracia). Y quien invitó a ese minuto lo único que hace es estar pendiente del avance del minuto consagrado; en cuanto tenga reloj está pendiente solo de ver cómo avanzan esos eternos sesenta segundos y de no tenerlo, estará contando de uno a sesenta, pero en ningún caso acongojado, como ninguno otro lo está, que es el objeto del homenaje (o eso creo).
A qué viene el cuento? Que en noticias veo cómo se decretó ese minuto por la muerte de Maradona (Dios nos libre! Aunque no sé si el minuto logre que su alma se desvíe del infierno, si lo hay). Y las colas y desmanes por la muerte de ese cristiano (Dios nos libre!). Gente llorando, como si hubiera muerto el papá. Hasta dónde hemos llegado, en dónde está la lógica, la razón, el sentido común, me pregunto con angustia.
Porque quién era Maradona. Un jugador al que le sonó la flauta y a punta de pata ganó mucha plata. Eso fue lo que hizo, eso habrá que reconocérsele. Pero como ser humano? Como persona? Simplemente un hamponcete, un drogadicto, un mal hombre, una mala persona. No miento, los hechos lo dicen, las noticias lo comprueban. A ese era al que lloran, al que van a rendirle tributo, una persona a la que sinceramente no se le merece tributo alguno, pues no fue ejemplo de nada, salvo de darle pata al balón y al que se le atravesara en el camino. Pero así somos. Por eso para tributos y minutos de silencio para ese cristiano, simplemente no cuenten conmigo. Y no menciono los desmanes, la intolerancia y la falta demascarillas en que abundó el entierro (después llorarán por el contagio. Que así sea, me digo pícaramente)
Yo
llevaba una semana oyendo, viendo y leyendo cómo un planeta se convulsionaba
por la desdichada muerte de una mujer[1]
a la que, durante los quince años en los que la prensa me había presentado los
distintos capítulos de su vida, yo no había encontrado ni mínimamente
interesante. Por supuesto, lamentaba su muerte, pobrecita, como lamento la de
cualquier persona decente e inocente. Quizá yo sea una desalmada, pero no
concebía por qué la muerte de aquella mujer en particular había de tener hondo
significado para mí, por lo que, sin molestarme en disimular la irritación,
levanté las manos y espeté:
—Ya
basta de toda esa historia. No quiero saber nada más —y volví a mi asiento. [2]
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