Me encontré dentro de mis lecturas
este artículo, tema sobre el cual había venido pensando escribir, pero que no
había concretado, al no haber madurado suficientemente la idea. Donna Leon
fue la respuesta a él, por lo que lo transcribo en su integridad:
Hace varias semanas, vi en un diario
en lengua inglesa un titular que decía que un grupo de Estados Unidos quería
suprimir del diccionario la palabra nigger, peyorativo de «negro». No, me
equivoco; no decía eso: querían suprimir del diccionario la «palabra n…». Bien,
ya hace mucho tiempo que ando por ahí como para que me pillen de nuevas los
desvaríos de Norteamérica y los norteamericanos, pero confieso que hasta una
vieja cínica como yo, testigo de tanta tropelía lingüística, alucinaba. El
texto de la noticia contenía el consabido mensaje: los afroamericanos,
ofendidos por la connotación racista de la palabra, querían que fuera suprimida
del diccionario.
Norteamérica es
una sociedad profundamente racista y, si bien los afroamericanos encabezan la
lista de sus antipatías, no hay que olvidar que en ella figuran también
hispanos, judíos, orientales, polacos, italianos, indios y hasta es posible que
montenegrinos. ¿Y qué más?, pensé. ¿Habrá que borrar del diccionario todas las
palabras que, de un modo u otro, denigran a una minoría, para no ofender al
lector ocasional? ¿Habrá que reescribir la historia del lenguaje, para no herir
una sensibilidad política de nuevo cuño? ¿Hay que proteger a la persona que
busca «chino» del contagio del contiguo chink, que se aplica despectivamente a
los orientales? ¿Y el que quiera averiguar el valor de la guinea, otrora fuerte
unidad monetaria británica, tendrá que quedarse en ayunas por ser éste un
epíteto peyorativo que se usa contra los italianos?
Yo soy mujer, y todos los diccionarios de la lengua inglesa están bien surtidos
de palabras que expresan desdén, repugnancia y agresividad hacia las personas
de mi sexo. Pero nunca se me ocurriría pensar que borrando del diccionario esas
palabras van a suprimirse los prejuicios que su existencia revela. Pero,
cuidado, estamos hablando de Norteamérica, la tierra de las apariencias, de la
fachada, y es posible que los postulantes de la idea crean que la desaparición
de la palabra nos traerá la igualdad racial y hasta quizá a nuestro primer
presidente negro.
No es ésta la
primera señal de la propensión de la mentalidad norteamericana al autoengaño.
Casi todos los mendigos que hace unos años llenaban las calles del centro de
Manhattan han desaparecido. Por lo menos, del centro. Las causas sociales de la
pobreza no han variado ni se ha hecho nada para que varíen —si acaso, han
empeorado—, pero como la manifestación visible de estos problemas se ha
retirado del corazón de la ciudad que gobierna Norteamérica, lo inmediato es
pensar que se ha conseguido la justicia social y económica. ¿Está cerca el Rey
Filósofo de Platón?
«Tu madre es una
nigger asquerosa». «Quien pronuncie la palabra nigger merece que la lengua le
caiga de la boca». Si eliminamos la palabra del lenguaje, si la borramos del
diccionario, resulta imposible distinguir entre las dos frases anteriores, y la
condena del uso de tan repugnante epíteto es francamente grotesca. Prueben:
«Quien pronuncie la palabra n… merece que le caiga la lengua de la boca». No;
no me entusiasma. Lo que es peor, esta cosmética manipulación del lenguaje
permite a las personas considerarse virtuosas sólo porque no dicen determinada
palabra; estoy segura de que millones acogerían con entusiasmo la posibilidad
de engañarse a sí mismos pensando que no son racistas sencillamente porque se
han borrado del diccionario los epítetos racistas.
Durante los ocho
meses y diecisiete días que tuve la desgracia de trabajar en el más repugnante
de los lugares, Arabia Saudí, solía leer los maltratados jirones de la prensa
occidental, de la que hordas de censores armados de rotulador habían suprimido
afanosamente toda palabra o imagen contaminante. En las páginas de deportes de
The Guardian, las piernas de los futbolistas aparecían pintadas de negro. La
cara de la señora Thatcher estaba oculta tras un velo de tinta negra, y todas
las palabras ofensivas, especialmente las relacionadas con las cosas semíticas,
eran eliminadas sumariamente.
Un día vi este anuncio: «Beba un vaso de orangeXXXXXXX con el desayuno». En
lugar de la misteriosa palabra ofensiva había un pequeño rectángulo negro.
Intrigada, traté de adivinar cuál sería el líquido del que se protegía a mis
ojos. «¿Orange vodka?». ¿Con el desayuno? «¿Orange whisky?». ¿Con los cereales?
Y entonces se me encendió la bombilla. «Orange juice». ¿Lo captan? Juice.
Pronuncien la palabra y presten atención a cómo suena en inglés. ¿No se parece
un poco a jews, judíos? Pues sí, señor.
Vale, vale, los
saudíes son unos cerdos y unos tarugos, pero la intención no difiere mucho de
la de quienes pretenden eliminar los prejuicios raciales suprimiendo la palabra
nigger. Israel sigue ahí, por muchas veces que tachen juice del periódico, y
los norteamericanos van a seguir detestando a los negros tanto si la palabra
está en el diccionario como si no.
En
efecto, ante tanta pluralidad, sin sentido (me digo para bien adentro) el
lenguaje se perderá con el tiempo, para no herir susceptibilidades, de las que
sabemos, conocemos y aceptamos sin chistar, pero que callamos por físico miedo
a que nos tilden de cualquier cosa. Sigo insistiendo, el negro es negro, el
gordo es gordo y el feo es feo, por más que se quiera minimizar con aquello del
negrito ese, ese que es gordito o bien, ese que no es bien parecido. Simples
eufemismos para evitar enfrentarnos a las realidades de este mundo, en que
todos somos iguales, sin serlo, porque todos somos diferentes, unos de otros,
en genio y figura como escribiera el clásico español.
Por
qué sacrificar entonces el idioma, para darle gusto a unos cuantos idiotas que
se ofenden por lo que realmente son?
Por consiguiente, no hay nada en la vida que
pueda considerarse estable. Una persona debería ser vista como un proceso, no
como una entidad invariable.
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