Todo empieza sutilmente. Una
leve desazón por aquí, un pequeño malestar por allá. Tomarse una aspirina, por
si las moscas, rogar a los cielos que no sea nada, aunque uno está dado para
siempre pensar lo peor y ahora en medio de pandemias, esperando que no sea el
maldito covid.
Luego, al pensar que todos esos
fantasmas ya quedaron espantados, de un momento a otro ataca, sin el menor
sentimiento altruista, por el contrario, a mansalva y en escarpado. Y la
desazón ataca sin piedad. Inician los escalofríos, la pesadez corporal, el
intermitente dolor de cabeza, el calor que se va apoderando con intermitencias.
Ya no hay nada qué hacer, ya
entró la moridera y el único remedio, buscar un rincón de la cama en dónde
arruncharse, para hacer más llevadera la situación. Pero a cada minuto que
pasa, a pasos agigantados se van presentando cada uno de esos síntomas, atacando
a la vez, a mansalva, he dicho y así ha sido.
Y se van agravando los síntomas.
El escalofrío se hace intenso para luego ingresar en períodos de inmenso calor,
la fiebre. Y eso hace que duela hasta el pelo, hace que duela cualquier
contacto. Y una necesidad urgente de salir corriendo al baño, una diarrea
inesperada, lo que le sume a uno en una peor tristeza, tras cagado untado y el
escalofrío que hace más notorio el frío de contacto. Y el esfuerzo para
retornar a la cama, a donde nadie molesta. Pero entonces se siente que los ojos
se encuentran adoloridos, para completar el cuadro clínico. Tras de bobo con
paperas, se decía antaño.
No se quiere oír nada, no se
quiere sentir nada, pero allí cobardemente instalado el escalofrío, el dolor se
dejan sentir, hacen su presencia y se instalan con el único fin de que el
enfermo se dé cuenta que está enfermo y que no hay remedio, que tiene que aguantarse.
Entonces se toma conciencia de
que en efecto, no hay más que hacer, solo esperar a que ese invitado no querido
se aburra y se vaya lo más pronto. Pero con solo pensarlo, como para evitar que
le ahuyente, las náuseas, las malditas náuseas, con todo ese malestar y el
cuadro lo completa la náusea. Bonita venganza al verse descubierto. Con dolor
hasta en el pelo, sudoración que no se sabe si es de escalofrío o de fiebre,
dolor de cabeza y de ojos, para completar, levantarse como alma que lleva el
diablo porque las arcadas no pueden esperar, no esperan.
Arcada tras arcada, sin que nada
salga porque nada se ha comido. Los ojos lloriquean, el sudor recorre toda la
calva, la respiración agitada y entrecortada, la debilidad es notoria y cuando
se piensa que se ha superado, llega la venganza, otra arcada de la que solo se
puede gritar, gimiendo en silencio, Dios mío!
Dejar que la tormenta amaine
para volver a recostarse y poder continuar maldiciendo en silencio por ese
ataque a mansalva. Esperar a que el sueño del cansancio se apodere de uno, para
que los olores que de lejos llegan no llamen a más arcadas, a más nauseas, más
vómitos que hacen recordarle a uno el infeliz ser humano que ha sido humillado.
Sin contemplación.
Son dos días de humillación, de
odio a la comida, a la luz, al ruido, a todo.
Es la moridera, el recuerdo de
que somos frágiles, en un mundo de levedad.
«Un hombre viejo como yo ya no debe escribir
versos», pensó. «A los setenta y ocho años los pensamientos de uno apenas
tienen ya valor para nadie más que para sí mismo»
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