Por alguna razón recordé la época en que inicié mi actividad laboral, hace más de treinta y cinco años. Era joven, mi primer trabajo, verme rodeado de muchas personas mayores o al menos eso parecían, en ese tiempo. Algunos de los que fueron mis compañeros ya estaban a punto de pensionarse, otros estaban en sus cuarentas, pocos éramos demasiado jóvenes, para la época.
Tenía la conciencia de que iba a
aprender, no las sabía todas, es decir, no me sabía ni una, tenía que aprender
desde cero, al ser el primer trabajo permanente. Tan distinto hoy, creen que se
las saben todas; aunque también es cierto que de joven debía tener algunas
ínfulas, no estoy del todo seguro.
De alguna manera se respetaba a los
jefes ya mayores, los que se convirtieron en una biblia sobre su tema y se les
veía con reverencia y aún con temor reverencial.
Y fui envejeciendo y los jefes ya
mayores pasaron y fueron reemplazados por la juventud (la juventud al poder,
era la proclama política de algún candidato presidencial de la época y así
fue). Y vi cómo ciertos mayores fueron vistos con malos ojos y se buscó su
cambio para dejar entrar a la juventud. Y yo, mientras, seguía envejeciendo.
Y con el tiempo, el joven que fui,
mayor me hice y sin darme cuenta, sutilmente se vertía el cambio y yo pasaba a
ser el señor mayor, reemplazando a los que lo fueron en mis épocas. Y
sinceramente, no me di cuenta. Lo que sí advertí era el ingreso de cada vez
gente más joven, pero con algo que me generaba molestia, la falta de decencia
de los nuevos jefes, el maltrato al que sometían a sus subalternos, de
pensamiento, palabra y obra (afortunadamente conmigo supieron mantener la
distancia y el respeto camuflado, tal vez por la seriedad y la cara de bravo
que me cargo).
Lo que no saben esos nuevos jefes es
que igualmente van envejeciendo y con el tiempo, sin que se den cuenta, serán
apartados.
Sutiles cambios que no se prevén en
la juventud, porque el que es joven cree que nunca envejecerá, hasta cuando es
tarde y ya están viejos, sin darse cuenta.
De
pronto, se acordó de haber leído, en el libro de un erudito llamado Alleva que
se dedicaba al estudio de los animales, que los pulpos eran inteligentísimos.
Se quedó un momento con el tenedor a medio camino, pero al fin concluyó que el
destino de los seres inteligentes era, sin lugar a dudas, terminar devorados
por algún imbécil más espabilado.[1]
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