—Verá, Toni, ¿no se ha dado
cuenta de que nadie escucha a nadie? ¿De que todos hablamos a la vez? Los
hombres sólo quieren dos cosas —dijo—. Dos cosas principales. Por ellas
mentimos, fornicamos, matamos, trabajamos, nos enfadamos, estamos tristes,
invitamos a la gente… Una de ellas es ser felices, eso es lo que queremos por
encima de todo. Ser felices. La otra es que nos reconozcan entre la
muchedumbre.
Era demasiado lo que estaba pagando por dos dedos de ginebra.
—No entiendo mucho de esas cosas.
—Nadie escucha a nadie, Toni. Gritamos hasta desgañitamos pero es inútil, nadie
entiende y nadie escucha. Por eso hay tanto ruido en todas partes y por eso la
música es tan estridente. Es como si nos hablásemos de espaldas.
Y esto en la época de la comunicación y de la información, de la introspección.
Nunca se ha sabido tanto sobre el ser humano y nunca hemos estado tan separados
los unos de los otros.
Nadie
escucha a nadie actualmente. Claro que hablamos, decimos, nos manifestamos,
pero el otro anda pensando en otra cosa, mientras nos responden con el
consabido ajá, que no comunica aunque pareciera hacerlo.
Y si se trata de la consabida
cantaleta con mayor razón, ponemos cara de estar atentos, de compartir el tema
mientras pensamos en nuestras propias preocupaciones y basta un movimiento de
cabeza de asentimiento o de negación, un ajá esporádico y estamos compartiendo,
aunque pasivamente. Hay tantas formas de hacernos los pendejos para que crean
que somos suficientes oyentes, muy complacientes.
Y más cuando un emoticon en una
conversación de whatsup dice lo que dice, aunque diga lo que no quiere decir,
pero al decirlo, no expresa lo que se quiere expresar, aunque exprese lo que no
se siente, dado que el whatsup es tan frío e impersonal que vale todo
pretendiendo lo que no se es, tratando de ocultar lo que se es. Es decir, ya no
nos escuchamos, al no vernos a la cara y aún viéndonos ya nadie escucha a
nadie.
Y por si algo no queda claro, si
se trata de alguna relación, alguien más me puede ayudar, sobre algo que no
quiero pronunciar:
Pero sí le diré que en nuestro entorno todo
fue cambiando. Primero los vecinos: ya no venían a nuestra casa a hablar o
echar una partidita, porque ver el programa del domingo valía más que ver
nuestro comedor o nuestra cara. Segundo, mi mujer: se dio cuenta de que yo no
le enseñaba nada del mundo, y la televisión sí. La pequeñez de nuestra vida se
le fue metiendo dentro, y entonces se dio cuenta, repito, de que el televisor
nuevo le permitía vivir, como si fueran suyas, otras vidas más grandes.
Por lo tanto perdió el gusto de hablar conmigo, pero le juro, señor Méndez, que
yo no perdí nunca el gusto de hablar con ella. Mi mujer era la persona que yo
había elegido para compartir mi vida, y nunca entendí por qué tenía que
compartirla con un cacharro comprado a plazos, y menos con las presuntas
sesiones de cama de un director general con un diplomático. Pero la cosa era
imparable y se ve que ya no tenía remedio: durante las comidas y las cenas ya
no hablamos. Era el televisor el que hablaba por nosotros.
Me di cuenta de que el televisor —que tenía que haber unido a las familias en
un diván, frente a la pantalla— las dispersaba. En la mesa familiar se
resolvían antes los problemas de la casa, pero ahora en la mesa no se hablaba,
lo cual tal vez signifique —yo soy un poco tonto en eso— que las familias ya no
tienen problemas. Otro motivo de dispersión era que a nadie le gustaban los
mismos programas, de tal modo que cada persona necesitaba un televisor
distinto. A tantas habitaciones, tantos televisores para unas personas que cada
vez se conocían más de lejos.
En mi casa pasó lo mismo que en todas las otras. No podíamos tener apenas nada,
pero en cambio teníamos un televisor de los más grandotes, lleno de mandos a
distancia, antirreflejos, pantallas panorámicas y estereofonías, de modo que
por poco no nos lo sirven con mueble bar, microondas y bidé. El instalador nos
dijo que eso era sólo el principio, que pronto podríamos captar imágenes por
medio de unos satélites instalados en Marte.
Entonces empezaron mis desgracias, inspector Méndez, y lo que quedaba de mi
vida se llenó de negros presagios. Un día me di cuenta de que ni mi mujer ni yo
hablábamos ya en el comedor, que ella no sabía lo que me pasaba ni yo sabía lo
que le pasaba a ella. Nuestras comidas llegaron a estar atravesadas por
impenetrables silencios: sólo el tío o la tía de la pantalla hablaban, sólo
ellos eran nuestro pensamiento, nuestra alma, el centro de nuestro mundo. Mi
mujer decía a veces: «Es que así nuestro mundo se ensancha». Tal vez sí, pero
ya no era nuestro.
Incluso llegué a intuir que a ella le molestaba mi presencia en la mesa, porque
la distraía con mis observaciones. «Me han dicho hoy en el trabajo que…». «Por
favor, cállate», contestaba con cortesía, pero con firmeza. Más tarde la firmeza
se mantuvo, pero la cortesía ya no: «Y a mí qué me importa lo que te digan en
el jodido trabajo, si no vas a cambiar nada. ¡Cállate!».
En estos casos ya sabe usted que lo mejor es no discutir, aunque el hecho de
que no discutas no significa que no pienses. Me vino a la cabeza que si mi
mujer y yo no teníamos temas comunes para hablar, ello se debía a que éramos
pobres sin grandes perspectivas.
Sé
lo que está diciendo. Nadie escucha a nadie. Pero a lo mejor es que nadie tiene
nada que decir y hablamos para hacer ruido, para saber que estamos vivos.
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