Son cosas de la democracia, pensó, pero ya se sabe que demasiada democracia acaba con la democracia.[1] Y cuando tienes que elegir entre dos males no existe verdadera libertad.[2]
Seguía pensando que porque conocía el problema bien, y después de un diluvio de conferencias, cursillos y seminarios, había llegado a la conclusión más feliz del mundo, que es la de que no hay que hacer nada porque cualquier solución es mala.[3]
Era el precio de la democracia, recordaba que había leído sobre las dictaduras romanas: Sila puede hacer lo que se le antoje —replicó César—. Le han nombrado dictador, que es mejor que ser rey porque sus edictos tienen fuerza de ley y no está atado por la lex Cecilia Didia de los diecisiete días que deben transcurrir entre la promulgación y la ratificación, ni tiene que presentarlas al Senado ni a las asambleas. Y no se le puede pedir explicaciones por nada de lo que haga, ni por nada de lo que haya hecho antes. Ahora que te advierto —añadió pensativo—, que si Roma no se conduce con mano firme está acabada. Así que espero que todo le salga bien y que tenga la visión y el valor para hacer lo que sea preciso.[4] No era un mal sistema, para arreglar un problema mayor, soluciones mayores, no pañitos tibios como los de hoy, que se toman pensando en el qué dirán, en que si la imagen se les viene abajo si hacen lo que realmente deben hacer, siempre pensando en la popularidad, no en lo que realmente debía hacerse. Recordaba otras épocas, pocas pero que sucedieron, hubo cambios, sutiles pero algo lograron, aunque estaba claro, eso no había necesidad de estudiarlo en los libros, que La riqueza de unos cuantos sólo se podía generar con la pobreza de muchos.[5] Además sabía también que El esclavo carece de incentivos, le conviene trabajar lento y mal, ya que su esfuerzo sólo beneficia al amo, pero la gente libre trabaja para ahorrar y progresar, ése es su incentivo. [6] Y también, se lo habían repetido hasta la saciedad que por cada trabajo que existe en el mundo, por insatisfactorio que sea, también existe siempre una persona que lo realiza. Si no, el mundo no podría seguir funcionando.[7]
Se dijo entonces; Quizá porque cuanto más me acerco a la muerte más me anima despellejar de mis recuerdos todo lo banal, y una fecha —a pesar de lo que opinen los historiadores— no es más que otro día en el calendario. Pero no añoremos el futuro. «No hay peor nostalgia que añorar lo que no ha pasado», dice la canción esa que tanto tarareaba.[8] Es más, sabía que La muerte no lo indignaba, y la de los inocentes no le suscitaba ninguna compasión. Simplemente formaba parte de las cosas. No era un hipócrita. La verdad es que, ante la muerte de los demás, lloramos por nosotros mismos. No es un sentimiento noble, es miedo, porque un día correremos la misma suerte.[9]
Y en medio de la desolación de sus pensamientos, solo pudo concluir: Un hombre muerto terminaba por ser un hombre que jamás había existido.[10] No es hora de hipocresías, las cosas deberían ser como son, no como las retocamos.
Permaneció un buen rato bajo la ducha, y se
permitió el lujo de afeitarse allí sin reparar en el consumo de agua, en la energía
invertida para calentarla, ni siquiera en el hecho de que utilizaba una cuchilla
desechable. Estaba harto de cuidar del planeta: que se cuidara él sólo por una vez.[11]
[1] Méndez. Francisco González Ledesma.
[2] La dama de Cachemira. Francisco González
Ledesma.
[3] Una novela de barrio. Francisco González Ledesma.
[4]
Colleen McCullough - Favoritos de la Fortuna
[5] Marco Vicchi.
La fuerza del destino.
[6] Isabel Allende.
La isla bajo el mar.
[7] Cornell Woolrich.
Hacia la noche.
[8] Líbranos del bien. Sánchez Baute
[9] El
cazador de la oscuridad. Donato Carrisi.
[10] Cortafuegos. Henning Mankell.
[11] Donna Leon. La palabra se hizo carne.
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