Hace algún tiempo reflexionaba sobre toda la plata que un muchachito llevaba encima por ropa, zapatos, reloj, cadena y demás artilugios que suelen usarse.
Hoy resulta que los universitarios
para lucirse, según ellos, y para demostrar la clase de universidad en que se
educaban (si así es posible llamar) empezaron a boletearse en redes sociales
anunciando cuánto costaba todo lo que llevaban encima.
Y los universitarios empezaron la
puya de universidad contra universidad, a ver quién cargaba ropas más costosas
-y no cuánto estaban aprendiendo- y las redes sociales se llenaron de
barbaridades. Leí por ahí a un tontarrón que se ufanaba de cargar cerca de
treinta y cinco millones de pesos en su ropita, de las marcas más costosas.
Y eso me llevó a pensar en la
estupidez humana, nuevamente. Se están boleteando por ahí para que a la salida
de la universidad aparezca cualquier hampón y lo deje sin nadita y ahí
empezarán los llantos. Naturalmente la estupidez no es solo de ellos (y la
viveza sí es del ladrón) pues la comparten con sus propios padres que permiten
que ellos se ufanen de ellos y entre más arribista es el muchachito, más lo son
sus padres que, si se me permite, supongo que no habrán encontrado esa plata de
manera muy santa para poderse dar esos lujos, me digo. Y eso que no menciono
los carros que dijeron que manejaban para ir a la universidad.
Eso me lleva a pensar que la
estupidez es heredable, pues creo que es más estúpido el padre al permitir que
lo haga su hijo, pues lo único que está realmente haciendo es poner en grave
riesgo a su hijo, igualmente o un poco más fantoche que el propio padre, aunque
si es cuestión de genes, los dos terminan siendo tan estúpidos que se ponen en
un riesgo innecesario, que les llevará a finales no deseados, cuando los
honorables ladrones ataquen por ese lado. Y después llorarán lágrimas de sangre
y todo por demostrar un arribismo del que sus propios padres carecieron en su
momento.
He dicho. Continuaré leyendo los
titulares que hablan de la inseguridad por la que estamos pasando, recordando
cuánta papaya dieron.
Wallander
no podía dejar de pensar que la época que le había tocado vivir, casi la misma
que la de Yvonne Ander, giraba en torno a una sola y decisiva cuestión: ¿qué es
lo que estamos haciendo con nuestros hijos?[1]
[1] La
quinta mujer. Henning Mankell.
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