Todos tenemos nuestras historias. No es una, son muchas y entre más viejos, ellas se convierten en demasiadas.
Historias
de vida, de amor, de dolor, de sufrimiento, de enfermedad, de cariño, de gozo,
de sapiencias, de odio, de caídas, de desamores, de tantas cosas y no nos damos
cuenta hasta que alguien menciona que somos un libro de historias, con
diferentes capítulos, de todos los colores, de lágrimas y llantos, de risas y
de sonrisas, picaronas y de recuerdo.
Estamos
llenos de historias y no lo sabemos, hasta que alguien nos recuerda que somos
un libro lleno de cuentos, pero que no todos pueden ser contados o leídos,
porque algunos son vergonzantes, otros vergonzosos y hasta libidinosos; algunos
otros para ser oídos en el silencio, para ser compartidos en la soledad, para
unos solos vistos, son las historias que se conservan en la intimidad, la
historia de reserva, aquella que se ve en la distancia con ese sabor de
distancia, tal vez con sonrisa distante, cargada de recuerdos que son para uno
solo, pero que no dejan de ser historia, así no sea contada, y no dejan de
estar en el libro de nuestra historia, porque son nuestras historias.
«Son como sueños», pensó, «he tomado
la verdad con toda su pureza y la he deformado en mi imaginación». Seguramente
era eso lo que había ocurrido.[1]
[1] La colina de los
cuervos. Peter Robinson.
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