En mi lejana juventud acudía uno a funeral por la muerte de la abuelita de fulanito, la muerte del papá o de la mamá de zutanito, lo que se hacía en contadas ocasiones a lo largo del año. En muchos casos ni se enteraba uno, por aquello de que la tecnología no estaba presente.
Ahora,
con las redes, se entera uno que se murió fulanito, zutanita o perencejo. Y ya
no es tan esporádico, ya se hace frecuente. Y es el recuerdo de que los que
están muriendo son los contemporáneos de uno, es decir que uno ya entró en la
lista de posibilidades altas. Y se pregunta uno: Y eso, a qué horas? O también:
mierda, entré en la lista.
Cuando no ve uno que de pronto
va siendo hora del ancianato. Un sitio donde los cuidados y las buenas
intenciones, las exploraciones, los pinchazos, los tajos y las muchísimas
ectomías de la ciencia médica sólo posponen lo inevitable, y convierten los
últimos días que uno pasa con vida en una tortura, en dolor y en miedo.[1]
Sé que son solo pensamientos de viejo; pero de viejo, vive uno solo de pensamientos, muchos desagradables desafortunadamente. Más cuando los años pasan y el futuro que se creía lejano está más cercano y no hay nada más que aceptar esa realidad, pues no hay otra opción, si se quiere disfrutar de lo que queda
Unos
recuerdos que, como jirones delicados de una frágil neblina, se esfumarían en
cuanto intentasen atraparlos. No cabía otra opción que aceptarlo.[2]
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