En el sueño oí el grito de tribuna que clamaba il popolo, al parecer podría ser Mussolini el que agitaba las banderas escudándose en el pueblo.
Un vocablo, como otros tantos, que dan para largo y para
ancho y según la época, para uno u otro lado.
Ser del pueblo representaba humildad y muchas veces
sometimiento obligado. Si se refiere al lugar, al pueblo, era provincialismo o
también, según el contexto, un venido a menos.
Los grandes demagogos (lo de grandes no implica grandiosidad,
aclaro) la tienen por fácil palabra porque entienden que ellos lo son y con
ella aglutinan las masas, insatisfechas y de mente estrecha a las que hay que
ganar para satisfacer su poder y el poder joderse a los demás bajo un escudo
mentiroso, mayorías ficticias que se han ganado con esa demagogia, pero ni de
fundas (diría mi papá), pues a ese pueblo no hay que darle demasiado, porque
envalentonado se puede convertir en populacho o en la gleba de las primeras
líneas.
Y del pueblo de Dios ni hablar, porque los elegidos son
los judíos, según ellos asumieron como dogma, aunque dentro del mismo contexto,
terminan en lo mismo.
Y el pueblo, ese lugar de antaño por demás campesino, va
desapareciendo de tanto manoseo, de tanto olvido, de tanta desidia.
Por eso la palabreja da para todo, hasta para un blog.
«para información pulse 1, para reservas pulse 2, para vacaciones prepagadas pulse 3». No parecía haber un botón para sentido común.[1]
[1] El dramaturgo. Ken Bruen.
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