Pero que no se dicen porque pueden resultar peligrosas, especialmente en cualquier relación. Hay frases que no tienen continuación. Y si la tienen, más vale callársela. Por eso pensé en transcribir algunos apartes que Adolfo Marsillach[1] escribió con gran sabiduría, es como un manual matrimonial, pensé. Pero claro, puras bobadas mías, ya que muchas pueden pensarse, pero lo mejor es, precisamente, callárselas y qué mejor que escudarse en palabras ajenas.
Naturalmente, ignoro cuál es la experiencia de ustedes en discusiones conyugales o extraconyugales, pero deseo que alguien les haya advertido que por mucha razón que se tenga —o que se crea tener— lo más prudente es no iniciarlas. Ni continuarlas, aunque las hostilidades las haya abierto el contrincante.
Era verdad que tampoco entendía lo que le estaba pasando. Su matrimonio había resultado un fracaso. Pasada la euforia de la primera etapa —ese tiempo milagroso en el que todo lo que ocurre da la impresión de haber sido tocado por el dedo de la buena suerte—, la dura realidad le demostró que se había equivocado. Julia y él eran distintos. Nada impide, desde luego, que dos personas de comportamientos y opiniones diferentes puedan convivir y hasta —quién sabe— ser felices.
Había compartido pasta de dientes, aspirinas, contestador, vídeo, letras del piso y pruebas de embarazo con Julia durante ocho años. Y en el transcurso de trescientos sesenta y cinco días multiplicados por ocho suceden muchas cosas. Unas buenas y otras malas sin duda, pero la mayoría —y es lo peor— simplemente regulares. Casi todas las parejas se separan no cuando más discuten —a menos, claro, que intenten arrojarse mutuamente por el hueco del ascensor—, sino cuando ya no tienen estímulos para seguir discutiendo. Les ocurre lo que a los boxeadores que, después de un round agotador y en los segundos que descansan en su esquina del cuadrilátero, piensan que es bastante absurdo volver a levantarse para liarse a tortazos con un individuo que, en el fondo, les tiene sin cuidado. Algo de esto —las comparaciones son siempre odiosas, no lo ignoro— le pasó. Al principio de su noviazgo —si todavía tiene algún sentido llamar de esta manera al desmadrado deseo de los machos de nuestra especie por convencer a las hembras de su perentoria obligación biológica de acostarse con ellos—, las supuestas rebeldías, las extravagancias o las salidas de tono de Julia le divertían muchísimo. Así, por ejemplo, cuando en un restaurante pedía almejas con crema catalana o en unos almacenes se empeñaba en comprar un sombrero mexicano que la tapaba hasta los ojos, se reía una barbaridad y se felicitaba a sí mismo por la inmensa fortuna de haber tropezado en su vida con una criatura tan singular. Lentamente, sin embargo, su punto de vista sobre Julia, como ya he dicho, fue variando: la pasión condujo a la bronca y ésta, tristemente, a la indiferencia. La noche en que ella tuvo que contener un bostezo al desnudarse y Germán decidió pensar en Kathleen Turner para atreverse a hacer el amor con su mujer, el matrimonio de ambos —aún ellos no lo sabían— fue incluido en una sala especial del Museo Arqueológico de Madrid.
—Te quiero.
—Yo también.
¿Eran sinceros? ¿Se querían? ¿No se querían?
¿Necesitaban quererse? ¿Necesitaban tan sólo creer que se querían? ¿Tenían
miedo a que su amor se acabara como se contempla, con una angustia instintiva,
el final de esa botella de vino que tanto placer nos ha proporcionado? ¿O, por
el contrario, estaban deseando abrir un frasco nuevo?
No parece obligatorio que la convivencia se
base en la similitud de actitudes o de ideas. Pero hay un punto de no retorno
en el que el pacto tácito —«yo me aguanto, tú me soportas»— se rompe. Es ese
día en el que todas las supuestas gracias de tu compañero o compañera se
convierten en torpezas insoportables. Su agudísima conversación llena de
ingenio y de ironía se transforma en una irritante serie de estupideces que nos
avergüenzan. Su delicada forma de caminar por las calles o de pasear bajo la
lluvia se convierte en el penoso balanceo de un marinero borracho y, para
colmo, su considerada costumbre de rociarse los alrededores de las ingles con
colonia antes de meterse en la cama, lo descubrimos de una ordinariez
insultante.
Es curiosa —y patética— la ceguera que invade
a las parejas con el tiempo. Al principio de la relación amorosa, cualquier
detalle —un pecho impertinente que asoma en el escote, un apretado bulto que
marca los pantalones— se convierte en un signo erótico apreciadísimo, pero
luego… La convivencia es casta por definición.
Lo prudente hubiera sido detenerse aquí. Si se hubiese enfrascado de nuevo en la lectura, su mujer habría conseguido quitarse definitivamente la espinilla y, ya más aliviada, se habría metido en la cama dando el asunto por terminado. Al menos momentáneamente. Pero no. Los hombres —no conviene que este rumor circule— somos bastante más tontos de lo que las mujeres nos suponen.
El amor, cuando dura algo más de cuarenta y cinco días, se vuelve repetitivo. Es una ley general a la que ninguna pareja consigue sustraerse. (Tampoco estoy seguro de que lo intente.) La relación amorosa no esconde muchas sorpresas. (Y las que podía ocultar se descubren con decepcionante rapidez.) No hay razones para alarmarse: si los hombres —y mujeres— somos genéticamente monótonos, ¿por qué íbamos a dejar de serlo cuando nos enamoramos? Con ligerísimas variantes, todos decimos lo mismo en las diversas etapas de nuestro trayecto sentimental. La fidelidad es una repetición, pero la infidelidad también.
Los hombres —jóvenes, ancianos y maduros—
sabemos por nuestra experiencia de siglos que, en cuestiones sentimentales,
decir siempre la verdad no es un buen negocio. (Las mujeres, por supuesto,
también lo saben.)
—¿Qué?
—¿Estás dormida?
—Si estuviera dormida no habría contestado.
Era así de respondona.
Aunque
no desconocía estas salidas de tono de su mujer, intentó una discreta maniobra
de aproximación.
—Es que…
—¿Qué?
—No…, nada.
Hay que tener muchos arrestos para hacer lo
que a uno realmente le apetece hacer (o decir).
Siempre me ha chocado la necesidad que tenemos
todos de compartir con el prójimo nuestros problemas como si los demás —los
amigos, los parientes, los conocidos, los compañeros circunstanciales de avión,
de tren o de restaurante— tuviesen la obligación social de escucharnos y
comprendernos. Resulta bastante tonto, pero nadie ignora que el animal humano
es una combinación química de agua y estupidez en proporciones alarmantemente
equilibradas.
La añoranza de nosotros mismos debería estar
prohibida igual que se persigue el tráfico de drogas. Sus consecuencias
acostumbran a ser letales.
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