Una
obra de teatro requiere unas instalaciones, un escenario, un libreto, unos
personajes principales y otros secundarios y un público. Con estos elementos ya
se puede disfrutar de la obra, sea comedia o tragedia y dependiendo de unos y
otros la obra será aplaudida o no.
A
una iglesia entro por dos motivos fundamentales. El más importante, por la
fotografía, porque en cualquier recodo puede haber una buena historia
fotográfica, en los techos abovedados, en el campanario, en la escalera que
conduce a él, en el púlpito, el altar mayor o en los menores, en los vitrales,
en las lámparas, por no citar cuadros y esculturas. Todo tiene su llamativo
(así sean feas obras de arte y por eso mismo; no todas las iglesias tienen
ostentación o por sus feas y muchas veces odiosas gárgolas). El otro motivo es
el forzoso, el obligatorio, de compromiso ineludible (matrimonio, defunción,
bautizo), pero al asistir a estos rituales aprovecho para sacarle el jugo a la
fotografía, hasta con mayor libertad de movimiento, por lo que no es tiempo
perdido.
En
estos días tuve que hacerlo por la segunda razón, triste por demás la ocasión.
El lleno fue total por lo que, arrastrado por la multitud, terminé ubicado en
un ala lateral del altar mayor y desde allí tenía la vista completa del ritual
que acompañó el momento. A la vista y sin interferencia (generalmente en estos
casos me hago cerca de la puerta de salida y desde la distancia paso el tiempo
consabido). Estaba, en una palabra, al ladito del altar mayor, en misa
concelebrada -dos curas-, más un diácono -supongo- y dos acólitos, éstos con
sus sotanas propias de los acólitos de antaño, de rojo y blanco dando un bonito
espectáculo en el recuerdo. En el ala contraria se encontraban los músicos
-saxo y organeta-. La iluminación dentro de la iglesia era fuerte, compacta,
con personalidad.
Luego
de alguna expectativa fueron saliendo los actores principales, con parsimonia,
paso lento, mirada agobiada, con reflejo de tristeza, mirada a la infinitud en
el orden correspondiente. Me hizo acordar aquellas misas solemnes de mi niñez,
cuando era ferviente creyente, educado por monjas y curas, o sea, bien
adoctrinado.
Y
esa similitud me llamó la atención, la del momento y la del recuerdo y luego de
los inicios de los rituales, la forma en como se daban la bendición, elevaban
oraciones y empezaban las primeras letanías me hizo asociar las imágenes con
una obra de teatro, en este caso una tragedia. Reunía todos los requisitos para
serlo, locación, iluminación, libreto, personajes principales y secundarios y
el público. Movimientos programados, monólogos y diálogos, todo perfectamente
calculado.
Y
eso me hizo recordar que alguna vez leí que para ser cura no bastaba aprenderse
las oraciones, tener una fe férrea, con la locuacidad necesaria para
defenderla, sino que pareciera que hicieran curso de oratoria, modulación de
voz, histrionismo y todas aquellas técnicas que deben aprender los actores para
dominar el arte. Nada más ver al Papa dando su bendición urbi et orbis y se
comprende la parsimonia que hay que representar. O ver un cardenal pavoneándose ante la grey, como ser
superior que se cree, por no seguir con la escala jerárquica correspondiente
hasta el más bajo nivel. Hasta recuerdo que en esta ceremonia en particular los
curas concelebrantes, en uno de ellos me pareció (nótese que digo que me
pareció) que trataba de lucirse más en sus intervenciones, como lo hace
cualquier macho alfa, ante otro semejante. (El tema parece que ya empieza a
caldearse en mi mente, como se ve).
Para
no ir más lejos y para evitar males mayores con mis comentarios, el sabor que
me quedó fue el de haber asistido a una obra de teatro, que prefiero no
calificar, una verdadera obra de teatro, percepción que tuve haciéndome viejo.
Lo hubiera sabido antes…
Al envejecer, … había perdido la mayor parte
de los filtros sociales que se emplean normalmente en compañía educada.
Tomada de Facebook
447414705_7823352691062520_2645856674433801948_n
No hay comentarios.:
Publicar un comentario