Para un
citadino, retirarse al campo una temporada es respirar vida. El silencio propio
del campo, aunque entiéndase por silencio la ausencia de sonidos urbanos, es el
silencio de los árboles, el eterno piar de las aves, el viento que habla. Son
las nubes que caminan a su paso, las neblinas que sobresalen, el sol arrullador
cuando la lluvia no interrumpe su camino. Y eso sensibiliza al citadino no
acostumbrado a las arduas labores del campo, que son muchas de por si.
Y dos
situaciones curiosas, que por curiosas me llevan a pensar en un posible
trasfondo en su ocurrencia, no por sobrenaturales, tal vez corrientes pero que
gracias a esa fértil imaginación hacen de la experiencia una sorpresa para
cualquier citadino desprevenido.
Varios días
en que oía el canto particular de un ave. Lo digo así porque los pájaros cantan
a pesar de poder no tener un ritmo y discordancia que les haga agradable ese
canto. En este caso, el canto más parecía una serie de gritos estridentes, solo
se podía notar el canto mas no era visible su autor, siempre confundida su
apariencia con el entorno. Varios días estuve tratando de localizarle con mi
mirada de fotógrafo, pero el ejercicio parecía infructuoso. Ante su ausencia
física algún día me concentré en su canto, estridente, bullicioso, mal sonante
y note que en los intermedios otro pájaro de su misma especie le hacía eco,
como contestando a su constante requerimiento. Supuse que uno de ellos era
hembra, la que llevaba la voz dominante pues era un dale que dale a la mejor
especie de cantaleta femenina. Y supuse que el macho era el ahorrador de
respuestas, eran concretas, pausadas, como el aja que se acostumbra cuando
matrimonialmente no se quiere llevar la contraria o cazar pelea. Además estaba
el tonito, la intensidad y la vainita que contenía ese diálogo a una voz. Se me
podrá tildar de machista, pero así sucedieron las cosas o al menos eso me
pareció. Curiosamente, lo que lo hacía mas llevadero, era que no era un dialogo
bis a bis, manteniendo las distancias y cuando el silencio entre ellos se hacía
un poco extenso, aparecía un tercero, ubicado más allá de los contertulios,
intervenía como para hacer notar su presencia, nada más. Me imaginé al chismoso
que nunca falta.
La
conversa, según mi imaginación, hizo de él toda una historia, cuyo contenido no
es del caso entrar a precisar, en aras de la brevedad, pero podría resumirse en
una conversación matrimonial, con suegra a bordo, me dije.
Fue una
buena experiencia el ser testigo de una conversación ajena que lo aleja a uno
hasta del mismo aburrimiento e incrementa la por demás fértil imaginación. Y
pasado algunos días, sin dar descanso al ojo del fotógrafo, logré avisar su
presencia y sin tener una buena imagen logré una deficiente fotografía, que no
me satisfacía, pero quería que quedara al menos en el recuerdo el haber
presenciado, a manera de chisme, el reclamo matrimonial, o al menos eso creía.
Pero como
las curiosidades se dan, algún día la casualidad me llevó a ver el lugar en
donde se camuflaba el pajarraco y en el mayor silencio posible fui
aproximándome para poder tomar la foto que deseaba. Esta vez logré buenas tomas
y gracias a ellas y a Lens de Google logré saber que se trataba del tero-tero o
alcaraván (Vanellus chilensis, para los doctos).
Y viene entonces el segundo
cuento. Durante el día apareció en el techo de la cocina lo que en un principio
identifiqué como un zancudo, de los grandes, de los que dicen que no pican,
pero cuya sola presencia hace que uno vaya tras ellos en plan asesino. Sin
embargo, al fotografiarlo algo llamó mi atención, en su cuerpo había un algo
que me hizo mirarlo y remirarlo, era como si su abdomen estuviera enroscado con
la cola, muy propio de los escorpiones y alacranes y por eso dejarlo
tranquilito, bastaba dejar constancia de su existencia.
Pero llegada la noche y ya
acostado, con la sola luz que emite el celular, el tal zancudo hizo presencia
con su curioso aletear que siempre les delata. Y como según leí u oí en algún
lugar, esos zancudos no son chupa sangres, como sus otros congéneres enanos que
además de bulliciosos (que no sé cómo atinan a hacerse sentir precisamente en
el oído) pican como dios manda). Pues bien, al zancudo en cuestión -y siendo
alacranudo- hice el quite de espantarlo con la mano y esperando que se alejara
de mí lo más posible. Supuse que con esa advertencia se daría por notificado de
lo peligroso que podía resultar el acercárseme. Diez minutos después su nuevo
aleteo me alertó y en el contraluz vislumbré su presencia en la pared, encima
de mi cabeza y viéndolo con más atención creí reconocer al zancudo que en el
día había estado en la cocina y pensé que soldado advertido no debía morir en
guerra, pero como ya estaba notificado y con el fin de poder pasar una noche
tranquila, ni corto ni perezoso le di un almohadazo, lo vi zarandearse, andar
turuleto y caer, por lo que continué con mi vida nocturna de lectura.
Pero diez minutos después hizo su
nueva aparición por el aleteo revelador contra la pared y poniéndome en
posición de ataque verifiqué que nuevamente tenía al contendiente que se negaba
a morir. Sin pensarlo dos veces di con mi mano contra la pared y su cuerpo, me
pareció verlo caer, con lo cual daba por cerrado el caso, sin remordimiento
alguno porque ya estaba notificado de antemano.
Fue una sola creencia, al rato
reapareció y la batalla entre nosotros continuó, logré darle y sacarlo del
cuarto, estoy seguro. Pero… el hijuemadre revivió, una vez más, revivió y
regresó al cuarto, no sé en qué condiciones pero me dejó en claro que era más
duro de matar que Bruce Willis. Esta vez decidí que sería el último round,
ganar o morir, y así fue, lo saqué del ring sin contemplación alguna, o al
menos eso creo, pues no volvió a reaparecer luego de como cinco resurrecciones,
que para mí no tienen explicación. A menos que muerto la primera vez, algún
hermano volvió a retarme y muerto éste, los parientes más cercanos fueron en
plan de vendeta, lo que sé es que yo gané.
Al otro día me dio por pensar si
estos dos cuentos no fueron un vaticinio o en mensaje divino, pero alejé el
pensamiento de inmediato pensando que de ser así, eso no va conmigo, porque a
mí es mejor hablarme claro porque para parábolas no estoy, si no las entendí de
niño mucho menos ahora de viejo.
…
no pensó que acabaría así. No, empezó con los ojos clavados en la Estrella
Polar, caminando con paso firme, pero la vida es así; pones rumbo al norte, te
desvías un grado, y no pasa nada durante un año, ni durante cinco, pero los
años van acumulándose y tú te vas alejando cada vez más de tu meta original. Ni
siquiera sabes que te has perdido hasta que estás tan lejos de tu destino que
ya no eres capaz de divisarlo. No puedes volver sobre tus pasos para empezar de
nuevo. El tiempo y la gravedad te lo impiden.
Mijo: paráme bolas! Nada más claro que el dislate de una pelea conyugal en la que el perdedor es siempre el mismo. Es la parábola del alcaraván. Nada más enreversado que el zumbido ( siempre el mismo), de un insecto alado, de largas ancas peludas que exhibe una tétrica probóscide compleja capáz de taladrar en la penumbra de una eterna noche, una dura piel de burro, sólo por deleitarse con la succión de un buen sorbo de sangre bastarda que lo hace sentirse, como de hecho es, el único sobreviviente del big bang. Es la parábola del hp zancudo. Más claro, ni la clara del huevo que ya se sabe, fue primero que la gallina, y por eso, ésta no come cuentos (perdón, parábolas). Entendés ahora?
ResponderBorrar