viernes, 27 de enero de 2017

DOS MENSAJES


 

No invento nada. Hago esta declaración inmediata porque adivino ya las sonrisillas solapadas o desconfiadas de aquella gente para quien lo extraordinario es siempre sinónimo de mentira. Esa pobre gente no sabe que el mundo está lleno de cosas y de momentos extraordinarios[1].

 

La vida, llena de curiosidades. Es parte de este discurrir y de esa manera me llegaron vía feis dos mensajes que me obligaron a pensar y a los que dedicaré el blog de hoy.

 

El primero dice:

 

 

Desde que dejé la esclavitud del reloj, me oriento como puedo, pero sin la angustia de que sean las dos o las cinco, de la mañana, de la tarde o de la madrugada.

 

El reloj es angustia, de ir temprano, de ir retrasado, de espera o de la angustia de la carrera. La eternidad de un momento que quisiera ser breve o de la brevedad de otro que uno quisiera inmortalizar, así fuera en la memoria.

 

Es pensar en ayer a esta hora o en mañana a esta hora. La cita que fue, la que será. Cómo fue, cómo irá. Es esclavitud de mirada: penetrante, sospechosa, elocuente, diciente, perseguidora, del qué dirán.

 

Me llama la atención de todo lo dicho que el reloj está asociado a pasado o futuro, nunca al presente. Nunca miramos el reloj para decir: es hora de empezar; es hora del hoy; es mi momento; es mi presente.

 

Será por eso que seguimos llegando tarde a la vida?

 

Perdone el lector el tiempo que ha perdido ahora conmigo, de vez en cuando se me ocurren estas ingenuidades[2].

 

El segundo decía:

 

 

Naturalmente es una pregunta retórica. Perdone el lector la broma: la culpa es de este mundo en el que nos vemos obligados a vivir[3]. Pero También es bueno hacer preguntas cuando se sabe que no van a tener respuesta. Porque tras ellas pueden añadirse otras, tan ociosas como las primeras, tan impertinentes, tan capaces de consuelo en el retorno del silencio que las va a recibir[4].

 

Por ello, con cierta autoridad que me da Saramago, prosigo con lo del libro de la vida. Creo que empezaría por leerla en el capítulo con que inicia, de dónde es mi procedencia, para saber si tengo procedencias más remotas que yo mismo, para ver si en esos primeros capítulos puedo comprender algo que me lleve a comprenderme. Si me refresca la memoria, hoy confundida con los años. Si me aclara situaciones que con el tiempo he distorsionado, he permeado, he trastocado, he omitido, me he imaginado.

 

Tal vez luego de eso, tanto si me explica como si no, me saltaría al final, porque el resto ya fue vivido y escrito en su momento y no es momento de arrepentimientos, porque lo que fue, fue. Tal vez, pero solo tal vez, echaría una ojeada rápida a capítulos de ciertos episodios que en retrospectiva quisiera entender, no son muchos, pero solo para alejar dudas o para confirmar sospechas.

 

La cuestión, retóricamente pensando, es que ese libro no podría tener final, porque si lo tuviera querría decir que ya estaría yo muerto y el que lo leería sería un difunto o un heredero y ya para qué leerlo? Si el final ya fue vivido?

 

Lo que sí resulta cierto es que me gustaría saber para cuándo está planeada mi defunción, para, estando con las facultades suficientes –mentales y físicas-, darme un último placer y de ser posible, morir con él.

 

(Cómo añoro un buen tabaco, sentado en el borde de una acera, sin preocupación, sin pensamientos, sin nada que me afane, ni la misma muerte).


Hoy agradezco a Saramago que me sirvió de colaborador directo en este blog, por eso digo con él:

Quería contar yo esta historia, sin más, sin extraer de ella ninguna moraleja, tanto más cuanto que no estoy aquí para dar lecciones[5].



[1] Saramago. Apólogo de la vaca luchadora.
[2] Saramago, Sólo para gente de paz.
[3] Saramago. Meditación sobre el robo.
[4] Saramago. Una carta con tinta de lejos.
[5] Saramago. Apólogo de la vaca luchadora.

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