Hablaré de ti, lector. Me entrego al placer de imaginar que ya te has habituado
más o menos a detener la vistas en esta página, que algunas veces la has aplaudido
y has hablado de ella a los amigos, que otras veces no has estado de acuerdo y has
dicho que, en definitiva, estas columnas apenas han ocupado un espacio mínimo de
tu vida. Eso es lo máximo que puedo desear. Pero ahora quisiera que bajaras un poco
más al fondo y que hicieras conmigo el descubrimiento de lo que representa para
quien escribe, la pública exhibición de lo que siente y de lo que piensa, de lo
que proyecta y de lo que ha realizado ya, o de aquello en lo que ya ha fracasado.
Sobre todo el cronista que hace de la materia de la vida, de la suya y de la ajena,
de este mundo y del otro, puente de comunicación y comunicación en sí, creo yo que
a mucho se atreve y mucho arriesga. No puede ser un reflejo indiferente, un componedor
de noticias que, hasta cuando relatan catástrofes, tienen siempre algo de impersonal
y distante. Tiene que afirmarse en cada palabra que escriba, de tal modo que a la
tercera línea se han acabado los secretos y el lector no tiene más remedio que adoptar
una de estas dos actitudes: o sienta al cronista en su mesa, como hace con los amigos,
o le da con la puerta en las narices, como se hace con los inoportunos, dejándolo
rasguear desolado la bandurria. (…) y soy
testigo sonriente de sus alegrías, si las tiene, o intento comprender sus tristezas,
si es que las cosas le van mal. Y podemos recordar los casos que le he ido contado
estos días, le diré todo lo que entonces no pude decirle y, sobre todo, me quedaré
callado oyéndole hablar de su propia vida, que, como la nao del romance, también
tiene mucho que contar. Sabré qué mallas y qué nudos teje su existencia que no es
la mía, la que ando contando aquí, y una vez más descubriré, siempre con el mismo
asombro, que todas las vidas son extraordinarias, que todas son una hermosa y terrible
historia. Nos quedaremos callados y pensativos, oyendo el reloj que va matando los
segundos apenas nacen para que podamos decir nosotros el tiempo que vivimos.
Saramago. Navideñamente crónica.
En estos días andaba pensando en quienes me leían. Los pocos,
quienes ya me conocen, los muchos que me desconocen, aunque hablar de los muchos,
resulta pretencioso decirlo, pues cualquiera pensaría que el grupo de lectores es
de miles, cuando es muy selecto, por lo pocos. Como sea, el objeto no es quejarme,
era reflexionar sobre el lector que puede estar periódicamente leyendo mi blog con
la paciencia o aún la impaciencia, según el tema.
Afortunadamente vino en mi ayuda Saramago, en Las maletas del
viajero, que recoge una serie de apuntamientos, diría yo o como él dice, anotaciones
que no llegaron a volverse novela.
No es mucho lo que he de agregar a la disertación transcrita,
digamos que simplemente sea un homenaje a quienes me leen, habitual o esporádicamente,
porque pienso que lo mejor para el ego de cualquier escritor, es ser leído, saberse
leído, en mi caso, no importa la magnitud y además, que les haya podido conmover
la lectura o los haya irritado o les haya puesto a pensar; en cualquiera de esos
casos, basta saber que el escritor no es tan malo, desde que hace que su lector
tenga una pasión, cualquiera que ella sea.
Solo resta repetir con Saramago, a manera de despedida, por hoy:
Nos quedaremos callados y pensativos,
oyendo el reloj que va matando los segundos apenas nacen para que podamos decir
nosotros el tiempo que vivimos.
Mientras, deliberadamente, mataba, apenas nacidas,
las ideas que preferían caminos coherentes.
Y si alguna cosa deseo realmente en estas ocasiones,
es hallar las palabras mínimas, brevísimas, las onomatopeyas, si es posible, que
me expliquen el mundo desde el comienzo. Porque, en cuanto al futuro, puedo marcar
tres fechas para distraerme: una, en la que probablemente estaré vivo; otra, en
la que quizá no lo esté ya; la tercera, en la que seguro que no voy a estarlo. Y
hasta ese día, trabajar siempre, incluso para cosas que no he de ver.
Y adiviné quiénes eran, lo que eran, cómo eran. Eran
los personajes errados, los que viven por imitación interpuesta, los alienados por
opción.
Saramago. Los personajes errados
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