Cumplí 64 años. Nunca me imaginé llegar a esta
edad, porque confesándolo, de joven ni siquiera pensé en eso, nunca pensé en
llegar a cumplirlos.
Sinceramente en mi juventud nunca pensé en ser
viejo, en llegar a viejo. Nunca lo pensé y hoy estoy frente a esa realidad.
Y eso me llevó a pensar: cuándo perdí mi juventud?
Cuándo la adultez? Cuándo me volví viejo? Al pensionarme no es que me haya
sentido viejo, me sentí libre de no estar esclavizado a un trabajo –confesando
que fueron muy pocas veces en las que renegué el tener que trabajar-, de tener
un ingreso seguro por no hacer nada. Es la misma circunstancia como si fuera
connatural, lo que le hace sentir viejo. Apenas natural recoger algo caído en
el piso en tres tiempos, cuando antes se hacía en dos y mucho antes bastaba un
solo tiempo.
Ya me ceden el paso y el puesto, aunque cuando
estoy entre congéneres, viejos, adultos mayores o ancianos me va mejor, porque
los viejos son ellos y porque resulto ser el más joven, al menos por ahora.
La edad se lleva en el alma, diría mi mamá. Otros
dirán que vieja es la cédula. El espejo es que nunca miente, ni siquiera cuando
está adormilado y menos cuando estoy tomado (tres copas de vino son
suficientes).
Dentro de diez años serán setenta y cuatro –lo
mismo que dentro de un año serán 65 o dentro de veinte 84, a los que no aspiro
a llegar, si Dios me da la vida
(nótese una gota de sarcasmo y otra de ironía, porque uno nunca sabe).
Y surge otra pregunta y cuándo pasó todo ese
tiempo? Cuándo pasaron 64 años, que desde la distancia de la infancia eran
demasiado tiempo. Pasar todos esos años, son muchos y a pesar de que los recuerdos
deben ser proporcionales, son relativamente pocos y hoy, ya más difusos.
El tiempo en la distancia se ve lejano, si de
pasado se trata; si de futuro es, ya es próximo e inefable, lo que no ha de dar
sentimientos de temor, sino de cumplimiento, de consuelo, del trabajo cumplido.
Para
el cerebro humano, cualquier respuesta es mejor que ninguna.(1)
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