De aquí para allá, pareciendo un animal
enjaulado con deseos de tener la llave que le permita abrir esa puerta y le
lleve a lo que considera la libertad, ese allá lejos de la puerta que lo tiene
condenado a no moverse.
Pasar por el corredor al cuarto, donde no
le inspira el deseo de reclinarse ni acomodarse en la cama, porque ya está
cansado de estar en ella, durante tanto tiempo.
Es estar a la espera de que alguien llame
por el celular para que rompa la monotonía del animal enjaulado.
Pasar de un cuarto a otro, mirando sin ver
desde cada puerta lo que dentro puede esperar, lo que ya sabe de memoria y que
es precisamente lo que le impide entrar. Lo mejor, seguir sin rumbo, sin ganas,
con aburrimiento.
Seguir a la sala, sentarse en el sofá que
da al ventanal, ese que deja ver al vecino próximo, al que siempre está, al que
se le rechaza la mirada, la sonrisa, el que le hace huir del sofá, para volver
al rutinario caminar o al sentarse en la parte más alejada de la ventana, esa
desde la que no ve, de la que no le ven.
Buscar una intimidad en donde no la hay, a
pesar de la ausencia y la presencia.
Retomar los pasos, volver al pasillo,
escudriñar desde las puertas los interiores de esos cuartos a los que no se
entrará. Ver la propia cama y desecharla simplemente porque ya cansa los ojos.
Rehacer los pasos, hacerse un tinto,
buscar un rincón en la ventana para tratar de saborearlo sin la mirada
inquisidora de ningún vecino prevenido por su presencia.
Pensar en todo momento en qué puedo hacer,
qué hago para no aburrirme, por qué no puedo ser como ese vecino, al que veo
desde un resquicio de la ventana, desde el punto en donde no me ve, que lo
estoy espiando.
Verle tranquilo mientras hace unas rutinas
de ejercicios, de los que no soy capaz de hacer, al no atreverme a ser
observado desde las ventanas ajenas. Luego verle acicalado, dirigirse a la
cocina y disponer del momento de la culinaria, verle satisfecho cocinando,
cortando aquí y allá, verificando ollas, ingredientes, verle aspirar su sazón,
sonriendo de satisfacción. Luego verle servir, con estilo, con profesionalidad
y disfrutarlo con su pareja. Al terminar, cada cual coge su camino, ella, a
lavar la loza. El se desaparece un rato, reapareciendo en uno de los cuartos,
con humilde cobija, se acomoda los audífonos, se acuesta y allí permanece
inmóvil un buen rato. Se levanta, desaparece para aparecer en el cuarto
aledaño, al parecer su estudio, se acomoda en su sillón y con el mismo cobertor
que le acompañó en su reposo, lo pone en su regazo, abre una tablet y al
parecer se pone a leer. Embebe parte de la tarde en ello y se le ve disfrutando
de la lectura, pues pasa y pasa hojas, al parecer hasta que se cansa, horas
después. Culmina su rutina en el computador de su estudio o pintando, al
parecer y así pasa el día. Es que no se aburre?
No vecino, no me aburro y en vez de
envidiarme, asuma su vida y deje de caminar por su casa como si estuviera
enjaulado, hay muchas cosas qué hacer, solo hay que saber encontrarlas y así
dejará de sentirse como animal enjaulado, como alma en pena, que es lo que
parece al verle vagar de ventana en ventana.
Los poetas no hacen más que
inventar mundos imposibles, pero el mundo es este, el único mundo real, aquel
en el que vivimos y al cual de un modo u otro tenemos que intentar adaptarnos… (1)
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(1) Francesco
Fioretti. El secreto de Dante.
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