Difícil
ponerse los zapatos de otro y pararse con ellos a ver la vida, porque no es la
de uno, la que uno conoce, la que uno soporta y además porque también es cierto
que los zapatos de uno son los únicos que le calzan a la medida, a pesar de
callos y juanetes o a pesar de ellos o por ellos.
Difícil
pretender ver la vida con otros ojos, diferentes a los de uno mismo, porque
cada uno tiene su propia mirada, muy diferente a la ajena, lo que le impide ver
las limitaciones o las bondades de la otra.
En
estas cuarentenas difícil, para un pensionado que tiene asegurada su entrada mensual,
ponerse en la situación ajena de quienes viven de lo que producen diariamente,
como el que vende el tinto, el del puesto de dulces, el de la miscelánea, el
embolador, el que, por lo general, se para en la esquina a vender cualquier
producto. No pueden vender pero tienen gastos, así sean mínimos, vistos desde
la perspectiva de uno, altos, desde el punto de vista de ellos. Deudas que se
acumularán.
También
ponerse en el puesto de aquellos que decidieron ser independientes con un nivel
de vida mayor, que dependen de los negocios que hagan y que, de todos modos,
por cuarentena vieron cómo la vida daba un vuelco imprevisto, por ellos mismos,
por sus subordinados, si los tienen. Y ver, a pesar de las promesas y
juramentos gubernamentales del acceso al crédito –que tendrían que pagar de
alguna manera-, ven cómo cierran los bancos sus esperanzas. Deudas que se
acumularán con la posibilidad de llegar a la quiebra, al cierre de su negocio.
Difícil
ponerse en los zapatos ajenos, me repito.
Pero
lo que pareciendo difícil resultó más sencillo, es ponerse los zapatos de los
de tercera edad que abundan, como yo, entre las ventanas. Vivir la vida de
aquellos que ya retirados, teniendo o no un futuro, me obligó de cualquier
manera padecerlo. La cuarentena me dejó ver cómo es la vida de aquellos que
solo están a la espera de su propio futuro, que no es otro que lo que nos
espera a todos (nótese el eufemismo usado para no decir lo que debió decirse de
entrada).
Siempre
me había parecido deprimente, desde mi punto de vista, estar retirado sin
ninguna actividad diaria qué hacer. Pasear por su casa de rincón en rincón, de
espacio en espacio, sin hacer mayor cosa que estar pendiente de lo que sucede
más allá de sus ventanas, vistas desde esas eternas ventanas, pensando en los
recuerdos, supongo, añorando el porvenir, me imagino (otro eufemismo bien
usado).
Y
esa es la inactividad que he visto, no ya de retirados sino de gente común y
corriente, obligados por la cuarentena, que no saben qué hacer para agotar el
minuto diario y no caer en bruces del aburrimiento.
Y
ahí si nos pusimos los zapatos ajenos, esperando lo que no llega, en eterno
aburrimiento, pues hasta las redes sociales terminan cansando y aburriendo.
Con
esa mirada, espero no terminar en zapato ajeno, prefiero tener los míos, con mi
propia rutina, pero sin aburrimiento, ni esperar estar todo el día atento a una
ventana para ver cómo se acerca el fin, sin haber hecho nada.
El ciclo de su vida, cuanto
tenía que esperar del mundo, ya se había consumado. Y el joven Frederic, en su infantil
intuición, supo comprender que su abuelo dejaba de luchar por la vida, pues
nada esperaba ya de ella; salía al encuentro de la muerte con la pasividad y el
abandono del hombre que había ya franqueado el muro al otro lado del cual se
quedan la vitalidad y las ansias de luchar por la existencia. Y contemplando,
no sin temor reverencial, desde el umbral de la alcoba la figura inmóvil de su
abuelo, Frederic Glüntz se preguntó entonces fugazmente si no estaría en ella y
en lo que representaba el principio de la máxima sabiduría.(1)
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