miércoles, 29 de abril de 2020

EN ZAPATOS AJENOS



            Difícil ponerse los zapatos de otro y pararse con ellos a ver la vida, porque no es la de uno, la que uno conoce, la que uno soporta y además porque también es cierto que los zapatos de uno son los únicos que le calzan a la medida, a pesar de callos y juanetes o a pesar de ellos o por ellos.

            Difícil pretender ver la vida con otros ojos, diferentes a los de uno mismo, porque cada uno tiene su propia mirada, muy diferente a la ajena, lo que le impide ver las limitaciones o las bondades de la otra.

            En estas cuarentenas difícil, para un pensionado que tiene asegurada su entrada mensual, ponerse en la situación ajena de quienes viven de lo que producen diariamente, como el que vende el tinto, el del puesto de dulces, el de la miscelánea, el embolador, el que, por lo general, se para en la esquina a vender cualquier producto. No pueden vender pero tienen gastos, así sean mínimos, vistos desde la perspectiva de uno, altos, desde el punto de vista de ellos. Deudas que se acumularán.

            También ponerse en el puesto de aquellos que decidieron ser independientes con un nivel de vida mayor, que dependen de los negocios que hagan y que, de todos modos, por cuarentena vieron cómo la vida daba un vuelco imprevisto, por ellos mismos, por sus subordinados, si los tienen. Y ver, a pesar de las promesas y juramentos gubernamentales del acceso al crédito –que tendrían que pagar de alguna manera-, ven cómo cierran los bancos sus esperanzas. Deudas que se acumularán con la posibilidad de llegar a la quiebra, al cierre de su negocio.

            Difícil ponerse en los zapatos ajenos, me repito.

            Pero lo que pareciendo difícil resultó más sencillo, es ponerse los zapatos de los de tercera edad que abundan, como yo, entre las ventanas. Vivir la vida de aquellos que ya retirados, teniendo o no un futuro, me obligó de cualquier manera padecerlo. La cuarentena me dejó ver cómo es la vida de aquellos que solo están a la espera de su propio futuro, que no es otro que lo que nos espera a todos (nótese el eufemismo usado para no decir lo que debió decirse de entrada).

            Siempre me había parecido deprimente, desde mi punto de vista, estar retirado sin ninguna actividad diaria qué hacer. Pasear por su casa de rincón en rincón, de espacio en espacio, sin hacer mayor cosa que estar pendiente de lo que sucede más allá de sus ventanas, vistas desde esas eternas ventanas, pensando en los recuerdos, supongo, añorando el porvenir, me imagino (otro eufemismo bien usado).

            Y esa es la inactividad que he visto, no ya de retirados sino de gente común y corriente, obligados por la cuarentena, que no saben qué hacer para agotar el minuto diario y no caer en bruces del aburrimiento.

            Y ahí si nos pusimos los zapatos ajenos, esperando lo que no llega, en eterno aburrimiento, pues hasta las redes sociales terminan cansando y aburriendo.

            Con esa mirada, espero no terminar en zapato ajeno, prefiero tener los míos, con mi propia rutina, pero sin aburrimiento, ni esperar estar todo el día atento a una ventana para ver cómo se acerca el fin, sin haber hecho nada.

El ciclo de su vida, cuanto tenía que esperar del mundo, ya se había consumado. Y el joven Frederic, en su infantil intuición, supo comprender que su abuelo dejaba de luchar por la vida, pues nada esperaba ya de ella; salía al encuentro de la muerte con la pasividad y el abandono del hombre que había ya franqueado el muro al otro lado del cual se quedan la vitalidad y las ansias de luchar por la existencia. Y contemplando, no sin temor reverencial, desde el umbral de la alcoba la figura inmóvil de su abuelo, Frederic Glüntz se preguntó entonces fugazmente si no estaría en ella y en lo que representaba el principio de la máxima sabiduría.(1)

Foto JHB (D.R.A.)


(1) Arturo Pérez-Revert. El Húsar.

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