Como dije en otra oportunidad, hay
frases que se explican por sí solas y continuando con citas ajenas, más
ilustrativas que lo que pudieran ser mis propias palabras, prosigo, teniendo en
cuenta que el sarcasmo incluido puede ser aplicado a cualquier país del mundo,
aún de los que se sienten dueños de él o ajenos a él:
Creemos que
la ley es la suprema esencia de la justicia, pero:
Se rumoreaba que
los alemanes consideraban la ley como algo que había que cumplir, mientras que
los italianos la veían como algo que había que analizar y luego evadir.
Pero
qué importaba la ley cuando se tenía el poder.
Qué importaba, si de todos modos
había abogados para interpretarla, a su acomodo, de sus intereses o de quienes
los contratan, porque siempre hay micos y hasta troneras, suficientemente
escondidas.
Creí
que la ley sobre la distribución del grano gratuito ya estaba en vigor, César
—observó Décimo Bruto.
—Sí, lo está, pero al releerla me
pareció muy ambigua. Las mejores leyes, Décimo, no tienen agujeros.
Y la conclusión se limitaba a que Han de pasar muchos años para que ocurra
algo así. Así que no importa. Es como lo del calentamiento global. Nada
importa, si ha de tardar mucho.
Entonces
pensé en la política:
Tendrían
que sacarlo a la plaza y colgarlo. Pero es parlamentario, y no se le puede
tocar. Habría que encerrarlos a todos. Meter a todo el Parlamento en la cárcel.
Así nos ahorraríamos tiempo y complicaciones.
(…)
miraba al Parlamento con los ojos con que la mayoría de los italianos miran a
la suegra. Sin lazos de sangre que la hagan acreedora a afecto y consideración,
la suegra exige obediencia y respeto, sin hacer nada por merecerlos. Esta
presencia extraña, impuesta en la vida de una persona por el puro azar, impone
exigencias cada vez mayores a cambio de vanas promesas de armonía doméstica. La
resistencia es inútil, ya que toda oposición tiene inevitablemente tortuosas e
imprevisibles repercusiones.
—Que
los míos ya no lo están. Durante décadas, hemos sido unos ilusos, nos hemos
dejado engañar, todos nosotros, con la esperanza en una sociedad mejor y
nuestra estúpida fe en que este repugnante sistema político y estos repugnantes
políticos, de alguna manera, iban a transformar este país en un paraíso
gobernado por una serie interminable de reyes filósofos. —Buscó con los ojos la
mirada de su marido y la retuvo—. Pues bien, yo ya no lo creo, ya no. No tengo
fe ni tengo esperanza.
Aunque él veía cansancio en sus ojos cuando ella decía eso, le preguntó, con
aquel resentimiento que nunca había podido reprimir:
—¿Eso
significa que, cuando tienes un problema, has de correr a pedir(le a alguien)
que te lo resuelva, con su dinero, sus amistades y todo ese poder que él lleva
en el bolsillo como nosotros llevamos la calderilla?
—Lo
único que yo pretendo —(…)— es ahorrarnos tiempo y energías. Si tratamos de
arreglar esto con el reglamento en la mano, nos meteremos en el universo de
Kafka, perderemos la paz y nos amargaremos la vida tratando de dar con los
papeles correctos, para que luego un burócrata (…) nos diga que esos no son los
papeles correctos, que necesitamos otros, y luego otros, hasta que acabemos
locos de atar. —(…)—: Por lo tanto, sí, si puedo conseguir que nos ahorremos
todo eso pidiendo (…) que nos ayude, se lo pediré, porque no tengo ni paciencia
ni energía para hacer otra cosa…
Se
sentó en un banco y observó a los transeúntes. Ellos no tenían ni idea, ni la
más remota. Desconfiaban del Gobierno, temían a la Mafia, les fastidiaban los
norteamericanos, pero sus ideas eran vagas, generales. Intuían una
conspiración, como la han intuido siempre los italianos, pero carecían de
detalles, de pruebas. Por largos siglos de experiencia, sabían que la prueba
estaba ahí, que sería más que suficiente, pero los avatares de esos siglos
habían enseñado al pueblo que cualquiera que fuera el Gobierno que estuviera en
el poder siempre conseguiría ocultar hasta la última prueba de sus fechorías.
—Me
afecta que pasen estas cosas, que nos envenenemos a nosotros mismos y a
nuestros descendientes, que deliberadamente destruyamos nuestro futuro, pero no
creo, repito, no creo que pueda hacerse algo para remediarlo. Somos una nación
de egoístas. Ello fue nuestra gloria y será nuestra perdición, porque no es
posible conseguir que nos preocupemos por algo tan abstracto como «el bien
común». Los mejores de nosotros podemos sentir ansiedad por nuestras familias,
pero como nación somos incapaces de más.
Y los infaltables gringos:
Imagina:
son el pueblo más rico del mundo. En política, todo el mundo tiene que
inclinarse ante ellos y han conseguido convencerse a sí mismos de que todo lo
que han hecho en su breve historia ha tenido la única finalidad de favorecer a
la humanidad. ¿Cómo no van a sonreír?
En
Estados Unidos lo llamaban relaciones públicas, una industria multimillonaria
que podía convertir en celebridad al más lerdo, en sabio al más tonto y en
estadista a un mero oportunista. En Rusia lo llamaban propaganda, pero en el
fondo era la misma herramienta.
—Dice
que ama la libertad.
—¡La
libertad!, como si fuera algo tangible. La libertad, si existe, es como el aire
—objetó Maximiliano.
—¿Desde
cuándo os creéis la palabra de un rey?
Enrique
Tudor observó entonces el escudo real de Inglaterra, que colgaba de una de las
paredes, y pensó que no estaría de más añadir el lema en idioma francés que ya
figurara en época de su antecesor Enrique V: Dieu et mon droit; es decir, «Dios
y mi ley».
E irónicamente:
«Se anima a que una multitud de
voces participe en la política para, precisamente, evitar decidir. Ese parece
en sí el fin de la República», reflexionaba Maquiavelo a lomos de su corcel.
«¡Qué sistema tan provechoso es la democracia!», satirizó para sus adentros,
«pues no existe hombre alguno que se atreva a tomar una sola iniciativa, y aún
menos a contraer una responsabilidad».
Y concluyo con el infaltable tema,
trillado pero que mantiene su veneno, por andar metido entre políticos, pero
que ya nos cansa hasta mencionarlo:
—Pero
de eso hace dos años —explicó—. Tengo entendido que desde entonces los precios
han subido. Él asintió. En Venecia hasta la corrupción estaba sujeta a la
inflación.
No olvidemos que la corrupción es como el
agua, que siempre encuentra un lugar en el que encharcarse, por pequeño que
sea.
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