lunes, 24 de agosto de 2020

GOTAS DE REFLEXIÓN

             Como dije en otra oportunidad, hay frases que se explican por sí solas y continuando con citas ajenas, más ilustrativas que lo que pudieran ser mis propias palabras, prosigo, teniendo en cuenta que el sarcasmo incluido puede ser aplicado a cualquier país del mundo, aún de los que se sienten dueños de él o ajenos a él:

             Creemos que la ley es la suprema esencia de la justicia, pero:

             Se rumoreaba que los alemanes consideraban la ley como algo que había que cumplir, mientras que los italianos la veían como algo que había que analizar y luego evadir.[1]

                       Pero qué importaba la ley cuando se tenía el poder.[2]

 

            Qué importaba, si de todos modos había abogados para interpretarla, a su acomodo, de sus intereses o de quienes los contratan, porque siempre hay micos y hasta troneras, suficientemente escondidas.

             Creí que la ley sobre la distribución del grano gratuito ya estaba en vigor, César —observó Décimo Bruto.

—Sí, lo está, pero al releerla me pareció muy ambigua. Las mejores leyes, Décimo, no tienen agujeros.[3]

             Y la conclusión se limitaba a que Han de pasar muchos años para que ocurra algo así. Así que no importa. Es como lo del calentamiento global. Nada importa, si ha de tardar mucho.[4]

 

Entonces pensé en la política:

 

            Tendrían que sacarlo a la plaza y colgarlo. Pero es parlamentario, y no se le puede tocar. Habría que encerrarlos a todos. Meter a todo el Parlamento en la cárcel. Así nos ahorraríamos tiempo y complicaciones.[5]

                       (…) miraba al Parlamento con los ojos con que la mayoría de los italianos miran a la suegra. Sin lazos de sangre que la hagan acreedora a afecto y consideración, la suegra exige obediencia y respeto, sin hacer nada por merecerlos. Esta presencia extraña, impuesta en la vida de una persona por el puro azar, impone exigencias cada vez mayores a cambio de vanas promesas de armonía doméstica. La resistencia es inútil, ya que toda oposición tiene inevitablemente tortuosas e imprevisibles repercusiones.[6]

             —Que los míos ya no lo están. Durante décadas, hemos sido unos ilusos, nos hemos dejado engañar, todos nosotros, con la esperanza en una sociedad mejor y nuestra estúpida fe en que este repugnante sistema político y estos repugnantes políticos, de alguna manera, iban a transformar este país en un paraíso gobernado por una serie interminable de reyes filósofos. —Buscó con los ojos la mirada de su marido y la retuvo—. Pues bien, yo ya no lo creo, ya no. No tengo fe ni tengo esperanza.

Aunque él veía cansancio en sus ojos cuando ella decía eso, le preguntó, con aquel resentimiento que nunca había podido reprimir:

            —¿Eso significa que, cuando tienes un problema, has de correr a pedir(le a alguien) que te lo resuelva, con su dinero, sus amistades y todo ese poder que él lleva en el bolsillo como nosotros llevamos la calderilla?

            —Lo único que yo pretendo —(…)— es ahorrarnos tiempo y energías. Si tratamos de arreglar esto con el reglamento en la mano, nos meteremos en el universo de Kafka, perderemos la paz y nos amargaremos la vida tratando de dar con los papeles correctos, para que luego un burócrata (…) nos diga que esos no son los papeles correctos, que necesitamos otros, y luego otros, hasta que acabemos locos de atar. —(…)—: Por lo tanto, sí, si puedo conseguir que nos ahorremos todo eso pidiendo (…) que nos ayude, se lo pediré, porque no tengo ni paciencia ni energía para hacer otra cosa…[7]

 

            Se sentó en un banco y observó a los transeúntes. Ellos no tenían ni idea, ni la más remota. Desconfiaban del Gobierno, temían a la Mafia, les fastidiaban los norteamericanos, pero sus ideas eran vagas, generales. Intuían una conspiración, como la han intuido siempre los italianos, pero carecían de detalles, de pruebas. Por largos siglos de experiencia, sabían que la prueba estaba ahí, que sería más que suficiente, pero los avatares de esos siglos habían enseñado al pueblo que cualquiera que fuera el Gobierno que estuviera en el poder siempre conseguiría ocultar hasta la última prueba de sus fechorías.[8]

 

            —Me afecta que pasen estas cosas, que nos envenenemos a nosotros mismos y a nuestros descendientes, que deliberadamente destruyamos nuestro futuro, pero no creo, repito, no creo que pueda hacerse algo para remediarlo. Somos una nación de egoístas. Ello fue nuestra gloria y será nuestra perdición, porque no es posible conseguir que nos preocupemos por algo tan abstracto como «el bien común». Los mejores de nosotros podemos sentir ansiedad por nuestras familias, pero como nación somos incapaces de más.[9]

 

            Y los infaltables gringos:

             Imagina: son el pueblo más rico del mundo. En política, todo el mundo tiene que inclinarse ante ellos y han conseguido convencerse a sí mismos de que todo lo que han hecho en su breve historia ha tenido la única finalidad de favorecer a la humanidad. ¿Cómo no van a sonreír?[10] 

             En Estados Unidos lo llamaban relaciones públicas, una industria multimillonaria que podía convertir en celebridad al más lerdo, en sabio al más tonto y en estadista a un mero oportunista. En Rusia lo llamaban propaganda, pero en el fondo era la misma herramienta.[11]

 

            —Dice que ama la libertad.

            —¡La libertad!, como si fuera algo tangible. La libertad, si existe, es como el aire —objetó Maximiliano.[12]

 

            —¿Desde cuándo os creéis la palabra de un rey?[13] 

 

            Enrique Tudor observó entonces el escudo real de Inglaterra, que colgaba de una de las paredes, y pensó que no estaría de más añadir el lema en idioma francés que ya figurara en época de su antecesor Enrique V: Dieu et mon droit; es decir, «Dios y mi ley».[14]

 

            E irónicamente:

             «Se anima a que una multitud de voces participe en la política para, precisamente, evitar decidir. Ese parece en sí el fin de la República», reflexionaba Maquiavelo a lomos de su corcel. «¡Qué sistema tan provechoso es la democracia!», satirizó para sus adentros, «pues no existe hombre alguno que se atreva a tomar una sola iniciativa, y aún menos a contraer una responsabilidad».[15]

 

            Y concluyo con el infaltable tema, trillado pero que mantiene su veneno, por andar metido entre políticos, pero que ya nos cansa hasta mencionarlo:

             —Pero de eso hace dos años —explicó—. Tengo entendido que desde entonces los precios han subido. Él asintió. En Venecia hasta la corrupción estaba sujeta a la inflación.[16] 

 

No olvidemos que la corrupción es como el agua, que siempre encuentra un lugar en el que encharcarse, por pequeño que sea.[17]

Tomado de Facebook
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[1] Acqua alta. Donna Leon.

[2] José Luis Corral. Los Austrias II. El tiempo en sus manos

[3] Colleen McCullough. El Caballo de César.

[4] Donna Leon. Justicia uniforme.

[5] Muerte y juicio. Donna Leon.

[6] Donna Leon. Justicia uniforme.

[7] Donna Leon. Altas esferas.

[8] Donna Leon. Muerte en un país extraño

[9] Donna Leon. Muerte en un país extraño

[10] Donna Leon. Muerte en un país extraño

[11] Frederick Forsyth - El Manifiesto Negro.

[12] José Luis Correal. Los Austrias. El vuelo del águila.

[13] José Luis Correal. Los Austrias. El vuelo del águila

[14] José Luis Correal. Los Austrias. El vuelo del águila

[15] Alejandro Corral. El desafío de Florencia

[16] Donna Leon. Muerte en La Fenice

[17] Donna Leon. Pruebas falsas.

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