... se preguntó cuándo había empezado a buscar en las caras de sus amigos de juventud la huella del paso del tiempo.(1)
Eso me venía
preguntando, dada la recurrencia de mis sueños en que cada día algún conocido
del pasado entraba en él, manteniéndose con la misma figura recordada, pues en
el sueño nadie envejece. Y aún yo, sin saber si era protagonista, testigo o
espectador, me mantenía en la inmaterialización que es un sueño, pues se sueña
sin discutir, aceptando, viendo de cerca o en la distancia, poco importa.
Es como si
en el sueño se mantuviera congelada la edad, pues tampoco importa, porque lo
que se ve es simplemente una noción de alguien, pues para ser sincero el sueño
se alimenta de imágenes, de palabras no dichas, de actos no realizados, son
simplemente películas que transcurren, con actores, generalmente conocidos,
pero congelados en el tiempo.
Me veo en el
espejo y veo mis arrugas, veo cómo aquél de ayer se va evaporando con el
transcurso del tiempo, sin sentirlo, tal vez aceptándolo. Pero en el sueño solo
soy yo, sin saber claramente si es el del lejano ayer, el de ayer o aquél que
está tendido en la cama, soñando, sin verse, solo sabiendo que está allí, como
espectador, como testigo, como intérprete.
Y veo a
todos esos conocidos del ayer, no en su imagen, solo en el concepto y ellos
tampoco parecen que hubieran envejecido, mantienen la imagen de lo que fueron,
desde mi perspectiva, pero hoy, por el transcurso del tiempo, serán unos
desconocidos, a pesar de haberlos conocido, porque sus historias siguieron su
transcurso, sin saber yo qué fue de ellos. Uno tras otro aparecen en mis
sueños, personajes olvidados, no tan olvidados, tan recordados otros, pero
cuyas historias se alejaron de la mía, volviéndose hoy, unos verdaderos
desconocidos.
El momento ideal de subir a un tranvía es cuando todo el mundo baja.(2)
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