Empecé a ver una serie checa en donde la hija de un policía mata, aparentemente en defensa propia, a un honorable juez que la quería violar y el papá hace lo posible por deshacerse del cadáver y exculpar a la hija. Luego veo un titular de prensa[1] que anuncia de un pasajero que le pegó un tiro a un taxista por cobro abusivo, supongo. Y recordé todos los desafueros que han sido noticia, mas las series policiacas vistas y hasta los crímenes perfectos.
Entonces me
pregunté hasta dónde es capaz uno de llegar, sea en un acto de violencia, de
extrema ira, de legítima defensa, de protección o de simple deseo. En mi caso,
me he visto en casos de extrema piedra, en los cuales me hubiera gustado patear
y hasta destrozar a ese otro, motivo de ira. En otros, me he limitado a pensar
o a enviar literalmente a la mierda a ese otro, motivo de mi ira. Supongo que
en algún otro caso me hubiera gustado descuartizar a ese prójimo, motivo de mi
ira.
Hoy me
pregunto qué me impidió patear o matar a
ese otro, que –según mi versión- fue objeto del deseo. Y no me he podido
contestar. Naturalmente llegaron a mi cabeza las excusas pertinentes. Aquello
de la moral enseñada, de los principios, del respeto y todo eso, pero ninguna
de ellas me satisface, porque realmente me gustaría saber qué impidió que algo
así sucediera. Miedo. Oigo que un susurro en mi cabeza lo dice. Miedo? Sería el
miedo lo que impidió que actuara de alguna de esas maneras? Supongo que esa
puede ser la verdadera respuesta o por lo menos la más aproximada… (cobardía)
escucho nuevamente en susurro. Puede ser. Pero son misterios que me tocarán
resolver si algún día llego a manos de un siquiatra.
De lo que sí
estoy seguro es el placer que se desprende, ante una lucha perdida, de poder
gritar a pulmón herido un hijodeputaaaaa! viendo como se aleja el objeto motivo
de ira. Dicen que la ira es mala consejera, así es, pero la ceguera que produce
es directamente proporcional al placer de la adrenalina que se produce y que le
deja a uno la sensación de haber vencido.
Pero sigo
preguntándome qué le impide a uno matar al prójimo? (cuando se lo merece, claro
está!) –sarcástico, que estoy-.
… y, como muchos de los naturales de esa isla,
parecía convencido de que la grosería es tan esencial para el habla como lo es
el aire para la respiración[2].
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