Iba por la calle, a modo de paseo con mascotas, Milan y Randal me acompañaban, dos grandes perros, con decir que el uno es un gran danés y, el otro, un criollo tamaño gigante. Naturalmente cuando los ven, la gente se asusta o tímidamente cambian de dirección, no sabiendo que son unos falderos de tiempo completo.
De
un momento veo correr a alguien cruzando la avenida y en cuestión de segundos
veo otras personas detrás, también corriendo y luego alcanzo a distinguir unos
gritos que alarmaban ladrón. Le vi que venía hacia mi dirección y se me ocurrió
plantarme frente, teniendo a cada lado un perro y el ladrón al verme cambió de
dirección, tampoco sabía que por una caricia o por una galleta y más por lo
segundo esos perros no harían nada.
Veo
pasar la película y el ladrón huyendo, tras él unas cuantas personas, entre
ellas la infortunada a la que le habían quitado el morral. Delante del ladrón,
al haber un paradero de buses, uno de los conductores trató de interponerse y
lo que alcanzó a hacer fue una zancadilla. Efectiva pues el ladrón rodó al
suelo, pero, como lo saben hacer los ladrones, no sé cómo se levantó y
prosiguió la carrera, pero por tratar de insultar al que lo había tumbado, al
voltear la cabeza él mismo volvió a caer al pavimento y en esta oportunidad
todos los perseguidores le alcanzaron.
En
el suelo, todos, ante una orden invisible, comenzaron a patearlo, a insultarlo.
Una buena paliza le dieron, un buen escarmiento ante la imposibilidad de hacer
justicia efectiva. No me quedé a ver el final porque debía continuar con mi
caminata perruna, pero tuvo un buen final, un buen escarmiento.
He
de confesar que, de buena gana, hubiera ayudado a patear al hampón, ganas no me
faltaron, todos a una, como en Fuenteovejuna.
Lo
digo sin ruborizarme pero ese instinto atávico, si es la explicación, me parece
la mejor justicia que se puede impartir, ante la imposibilidad de que otra
justicia, divina o humana, pudiera existir.
Pero
en tales circunstancias, seguimos comportándonos como animales, con el perdón
de los animales, que lo hacen por instinto.
Somos animales,
amigo mío, no lo olvidemos. Mal que le pese a la iglesia, que quiere
convencernos de que somos puro espíritu, o a vuestros simpáticos gobernantes,
que nos ven como una lista de números en un papel.[1]
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