Puede uno escribirse una carta a sí mismo, si al escribirla ya sabe el contenido, antes de que llegue al destinatario, que ya sabe qué se ha escrito y que es uno mismo?
Pero surge la primera pregunta. Toda
carta tiene que tener un destinatario, lo que implica tener una dirección de
correo -antiguamente era un lugar, un espacio real; hoy, la cosa es distinta,
aunque mantienen la misma denominación-. Antes había que entregar la carta en
físico en un sitio real, en una casa, oficina o casillero, de los de antes. Hoy
es cierto, se tiene una dirección y se usa un correo, que no se ve, que no se
sabe en dónde anda ni por qué, por ser electrónico, pero se puede enviar. Al
transportador o al cartero, como se prefiera, no le interesa quién la escribe,
ni cuál su contenido, solo sabe a dónde entregarla. Así como a quién
entregarla, no importa quién la lleve, lo importante es que le llegue al
destinatario.
Entonces eso puede generar otra
duda. Supone que el destinatario no conoce el contenido del escrito hasta que
le llega la carta y la abre. En este caso, si el que la escribe y la debe leer
después… (un momento, debemos devolvernos a la pregunta anterior. Aunque a la
vez me surgen más dudas que la mencionada últimamente, aunque lo mejor es
obviarlas para no terminar en un galimatías. Decía que…)
Sí, decía que el contenido de una
carta no se sabe hasta que se abre (verdad a medias, pues para saberlo, además
de abrirla hay que leerla), y leerla (lo mismo, el contenido de una carta no se
conoce hasta que se acaba de escribir y…?).
Con tanta contraargumentación ya se
le quitan a uno las ganas de seguir escribiendo si no hay nada qué escribir…
-eso se nota- (a propósito, siendo el escritor y el escrito, remitente y
remitido, el mismo, para qué escribir si el pensamiento es más rápido y es como
si se estuviera escribiendo por internet, es decir lo pensado para ser escrito
ya está pensado, por lo que el escrito de la nada ya ha tenido ese paso previo
y a la vez, a quien va dirigida también ya fue pensado previamente al escrito y
ya fue sabido de antemano, por lo que no hay necesidad de recibirlo, abrirlo y
leerlo, entonces, para qué perder el tiempo en este ejercicio?)
Bueno, como el destinatario no
quiere saber lo que iba a decir, aún siendo el mismo que esto escribe, la cosa
queda aquí y lo que se iba a decir en la carta, se queda sin decir, solo queda
pensado.
Qué vaina, no?
Por desgracia, la respuesta solo podía ser
una: estaba empezando a perder la memoria. Señal inequívoca de vejez. Pero ¿no
decían que la vejez te hacía olvidar lo que habías hecho la víspera y recordar,
en cambio, cosas de cuando eras pequeño? Bueno, se ve que no siempre era así.
Estaba claro que había vejeces y vejeces. ¿Cómo se llamaba esa enfermedad que
te hacía olvidar incluso que estabas vivo? ¿La que padecía el presidente
Reagan? ¿Cómo se llamaba? ¿Lo ves? Ya empiezas a olvidarte hasta de las cosas
de hoy.[1]
[1] Andrea Camillieri. La luna de papel.
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