Al guasap me llegó el siguiente mensaje:
Hace algunos días leí el llamado
angustioso de un emprendedor local pidiendo consideración sobre el vicio
exagerado que tenemos de pedirle rebajas inclementes a quienes están empezando
con sus productos y servicios. Otro empresario nuestro recordó su viacrucis
cada que alguien conocido va a su empresa y al final le pregunta “Y qué precio
me das para los amigos?”. El empresario se preguntaba ¿No debería ser al
contrario? Un buen amigo apoya a los emprendedores conocidos y no abusa de la
etapa naciente o critica de los negocios de sus allegados.
Pasan por mi mente, los infelices que
regatean con la pobre vendedora de chontaduros o de aguacates y peor aún, se
jactan de como lograron recibir tres por el precio de dos. ¡Que sagaz
negociante! Le quitó tres mil pesos a la tumaqueña, a esa misma señora que hace
parte del segmento de los más pobres, aquellos que tienen ingresos inferiores a
$400 mil mensuales, cifra que no cabe en nuestra mente como logran sostener una
familia con esa plata. Ese mismo habilidoso empresario pide descuento al
lustrabotas por volumen al pedirle que “embole” varios pares y goza cuando el
cuidador de carros no alcanza a llegar porque está cobrando a otro de los
conductores. Y prefiero no detenerme en los pintores, músicos, artistas en general,
quienes ven afectado no solo su mínimo de supervivencia sino que tienen que
soportar las opiniones indolentes de quienes ponen en tela de juicio su
obra, lastimando su autoestima, solo para ganar unos pesos.
Pero lo más triste es que ese astuto
vampiro de los necesitados no se intimida cuando en sus vacaciones en Miami
paga en el restaurante 100 dólares por cabeza y la propina para el mesero es
del 20%. Cada vez que uno de nuestros pobres o de nuestros emprendedores
accede forzosamente a la negociación de la rebaja, no hay felicidad por la
venta, realmente siente dolor por la explotación. Él sabe, así sea en otros
términos, que tiene que generar caja de subsistencia así su estado de pérdidas
y ganancias esté en retroceso por culpa de los malos negocios a los que lo
lleva la angustia de vender.
El campante comprador, feliz de ser
candidato al programa de los inversionistas tiburones de la televisión, se
pasea “inteligente” por la vida sin pensar en que sus negociaciones multiplican
la pobreza y el resentimiento, que podrán hacer que sus hijos no disfruten de
su mismo bienestar, porque las naciones exitosas se construyen es sobre la
solidaridad y el crecimiento colectivo de las sociedades. Las otras, las del
individualismo y el egoísmo, no garantizan la estabilidad ni la paz.[1]
En parte comparto la idea, al
artesano se le debe pagar por su producto, se le debe pagar el precio justo, no
hay duda. Pero… y viene el pero de siempre.
Mi mamá me enseñó a pedir rebaja,
ofrecer no es ofender, puede que a uno le suene la flauta. Pero, el pero, es
que el comerciante, para no precisar al artesano, por naturaleza, supongo que
de oferta y demanda, infla su producto tanto como ya sabe que le van a regatear
y si no le regatean se gana la diferencia.
Ya hace parte de nuestra
idiosincrasia el saber pedir rebaja y en dónde, porque es parte del negocio, el
regateo, en mi sangre lo tengo. Y como sabe que va a haber regateo, al valor
real de venta se le incrementa un tanto adicional. El problema es que el vendedor sabe de antemano que le
van a pedir descuento y entonces sabiamente sube el producto en un 50%, y el
comprador también lo sabe, ambos entran en el juego de: allí me lo dejan más barato, o rebájeme para hacer
un nuevo cliente, etc. etc. Y al
final llegan a un acuerdo y ambos se van felices, naturalmente el vendedor ganó
al menos el 10% adicional si no hubiera hecho el ejercicio. El comprador, por su parte, sale sonriente porque
logró una rebaja, imaginaria o no. Es parte del tire y el afloje, conocido por
cada una de las partes y a sabiendas ambas partes entran en el juego.
Por lo tanto, lo afirmado por el
columnista no resulta tan cierto, pues olvida el espíritu del regateo que hace
(o hizo) parte del espíritu comerciante de los colombianos.
—¿A qué verdad se refiere, comisario? Espero
que a la absoluta no, porque no existe. La verdad es como un prisma; debemos
contentarnos con la cara que se nos permite ver[2].
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