Todos hemos sentido, al menos una vez en la
vida, el deseo de desaparecer.
En un momento concreto de desánimo, nos habrá
parecido que la solución era ir a la estación y subir a un tren cualquiera, tal
vez huir sólo unas pocas horas, un soleado martes de invierno por la mañana. Si
lo hemos hecho, no lo contaremos nunca. Pero siempre guardaremos la sensación
liberadora de apagar el móvil y olvidarnos de internet, desvinculándonos así de
la correa de la tecnología para dejarnos transportar por el destino.
No lo sé, pero lo supongo. Alguna
vez, por presión con alguien, con todos, con uno mismo o con nadie, llega un
momento en que se siente el deseo de mandar todo al carajo y poder ser uno
mismo. Sin responsabilidades propias, sin responsabilidades cargadas por
imposición o por metido, ser libre, cual Juan Salvador Gaviota, mandar todo al
carajo y sentirse libre, de todo, de nada, simplemente sentirse libre. Es un
decir, pues, creo, uno no es capaz de hacerlo.
Y entonces, se opta por continuar
con la vida, con una olla a presión a cuestas, dejándose llenar de vapores,
acumulando y acumulando, sensaciones, situaciones, problemas, angustias y
controlando que no se explote, pues todo se puede ir al carajo, pero no como
uno desearía, es la ley del aguante, pues curiosamente ese ir acumulando los
vapores de esa olla a presión nunca contienen las sensaciones bellas, de
felicidad. Cosa curiosa.
Y entonces… uno esperando la
explosión dentro de una implosión y estando a punto de generarse lo peor que
puede pasar, nada, no pasa nada, la rutina se impone y la vida sigue igual,
para eso está la válvula que libera el aire acumulado, el que evita que se dé
la explosión, ante la imposibilidad de mandar al carajo todo y encontrar una
posibilidad de un mundo para uno, solo para uno, aquel que nunca logrará por la
incapacidad de poder mandar el mundo al carajo, de una vez.
Era un solo pensamiento, supongo.
«La vida es sólo una larga serie de primeras
veces».
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