Había una vez un par de viejitos, aunque ya no sé precisar, por el exceso de eufemismos, si eran adultos mayores o ancianos. El uno mayor que el otro, sin ser su padre, a esa edad es imposible la distinción, aunque para la historia poco importa, eran par ancianos, el uno superaba los ochenta, el otro aún no llegaba a los setenta, pero en ambos casos podemos encuadrarlos en la tercera o cuarta edad, según se vea.
Como
sea. Fueron enviados al convento para recoger unas prendas que hacía una semana
habían dejado allí para el correspondiente lavado y planchado, como ya muchas
veces había hecho semanalmente el primero; el segundo era invitado de piedra o
si lo prefieren un acompañante, no de desconfianza de sus facultades, ni porque
lo necesitara el primero, él se valía solo y así se imponía. El segundo,
también.
Debo
precisar que, como en tiempos antiguos, en el convento de las Hermanas
Hospitalarias bastaba con dejar las prendas para lavado y planchado, en una
bolsa con un nombre pegado, el del propietario de ellas. La confianza del
negocio no requería de recibos de entrega y el cliente tampoco lo exigía, para
eso era la confianza en otros tiempos la que regulaba el negocio, bastaba el
acuerdo de voluntades como señalaba en otra época el código civil. Hoy ya es
otra cosa diferente, la desconfianza es la reinante, siempre debe haber un
recibo, físico o electrónico, pero el acuerdo de voluntades verbal ya no es
suficiente. Cómo cambian los tiempos.
El
día en cuestión, el mayor de los viejos, propietario de las prendas y ejecutor
de la orden que le había impartido su mujer, acompañado por el otro anciano,
menor que él, como ya se dijo, fueron a recoger las prendas el día acordado
para ello y diciendo su nombre esperó a que le devolvieran la bolsa con su
nombre y las correspondientes prendas debidamente lavadas y planchadas, como
siempre hacía.
Luego de unos minutos de espera, el mayor comenzó a sospechar que la espera estaba sospechosa; veía cómo primero una hermana iba y venía, se acercaba a una segunda ayudante y le hablaba al oído y ésta iba de allí para acá, en búsqueda de un algo que se les escondía. Luego, una tercera ayudante a quien la segunda le había hablado al oído, comenzó el recorrido de aquí para allá y se oyó una voz que decía: buscad en el otro cuarto. Y los minutos pasaban y el anciano mayor ya preveía algún problema. Sospechoso el movimiento, sospechosa la tardanza. Fueron a un cuaderno, de esos de la infancia del colegio, al parecer allí se llevaban la cuentas y una vez verificado el cuaderno, muy ufana la monja dijo:
-
Ya las recogieron, hace quince días. - Fue
categórica y tajante.
-
Hace quince días? Casi dijeron al unísono los viejitos aquellos
del cuento. Y el menor agregó: cómo que se recogieron hace quince días si
las dejamos hace ocho?
- Yo no sé, precisó la monja, con lo categórico que ello puede ser. Con certeza, sin derecho a apelación. Miren acá, aquí aparece que hace quince días la recogieron, lo mejor es que vayan y revisen nuevamente en vuestra casa, tal vez…
No dijo más, pero
lo dijo todo. Ambos señores se sintieron aludidos con lo no dicho pero tal vez
sí solapadamente afirmado. Por ello el mayor se ofendió, no permitiría que
fuera de viejo, que lo era, le trataran de senil, que al parecer no lo era.
Como poseso y fuera de compostura se limitaba a decir en voz muy alta, la propia de los tenores:
-
No… no… no… y no agregaba palabra más, porque él pensaba que se entendía su
negativa, no en cuanto que no había recibido la ropa sino en su supuesta
senilidad, calladamente dicha. No podía aceptar que le trataran de senil y
menos de olvidadizo, aunque lo último sí lo era, tanto como su compañero.
- Os repito, volved a vuestra casa y revisad bien porque ya recogisteis la ropa, porque lo que está escrito en el cuaderno es lo que es, pues si allí no aparece como entregada, nunca se recibió. O decidme, a cuál de nosotras le entregasteis el paquete?
El menor de los viejitos, claro está, que fue el que entregó la ropa miró a todas las presentes, demasiadas a decir verdad y todas le parecieron iguales y solo pudo decir:
-
Cómo voy a recordarlo y pensó que todas eran iguales. Por el
contrario, se atrevió a preguntar a todas las presentes si alguna lo recordaba
de hacía ocho días, el viernes pasado. El mutismo fue mayor, le miraron y
voltearon la cara para otro lado, evitando entrar en la disputa, pero
dispuestas a ser testigos presenciales, porque el chisme supera cualquier otra
actividad y como chisme que es, es soterrado.
- Os lo vuelvo a repetir, vosotros no entregasteis aquí nada, porque no está anotado en el cuaderno y solo aparece que retirasteis una ropa hace quince días, volved a casa a revisar, insistía.
El mayor cada vez más congestionado y al verse atacado como senil insistía en su no, no como respuesta a lo dicho por la hermana monja sino por no aceptar que le tildara de senil, lo cual le había ofendido en lo más profundo del alma. Hasta que rojo de la ira decidió salir lanzando su último no de protesta y diciéndole a su compañero, aunque más dirigido a la monja: Vamos, no necesitamos esas prendas, vámonos.
Y así salieron, con el rabo entre las piernas. El segundo, en otra situación y que no hubiera sido en lugar extraño para él y ante monjas, se hubiera destapado cual alcantarilla en erupción y las habría tratado de ladronas. Afortunadamente supo guardar compostura.
Ya de regreso ambos señores, pues en esos momentos decirles viejos y tratarlos de seniles, hubiera sido un acto suicida; como decía, ya de regreso el uno le pregunta al otro sobre las cervezas que se habían tomado o de la fecha en que escaparon del siquiátrico o del momento en que había tenido lugar una hipnosis colectiva que los hubiera llevado a esa situación, pues no entendía la situación. Eso les hizo reír, empezaron a tomar el asunto como una broma, como una mala y pesada broma.
El mayor anotó:
- Decidí venirme porque carecemos de pruebas que acrediten la entrega, no tenemos recibo, no tenemos nada y ante quién acudir para hacer valer mis derechos?
El otro intervino:
- Pues ante las esferas celestiales, que parecen ser los superiores de las monjas.
Terminaron la jornada riendo al ver que no había nada razonable qué hacer. Lo único cierto era que hacía ocho días habían ido en la mañana a entregar una ropa para lavar y planchar y volvían sin nada, aunque ante tan contradictoria situación terminaron riéndose, pues no había nada más qué hacer. Pues es lo que hay, sentenció el mayor.
Y llegaron a casa buscando soluciones, reviviendo los momentos, explicándose el uno al otro su punto de vista. Explicar la situación a la esposa del mayor y concluir que no había nada qué hacer, con la sentencia: Es lo que hay!
Pero aquí no acaba el cuento, pasados diez días el mayor recibió una llamada, de las Hermanas Hospitalarias, que habían encontrado un paquete a su nombre, que podían pasar por él y que disculparan el impase presentado.
Los viejitos al otro día iniciaron su recorrido para recoger la ropa que se había extraviado, anhelando oír las excusas que les iban a presentar, de aquella ropa que nunca habían entregado pero que quince días antes habían reclamado, pero que ahora tendrían que volver a recoger. Un galimatías perfecto.
Felices fueron a por el paquete, que les fue entregado en la bolsa que tenía su nombre, se pagó el importe del caso y la hermana se deshizo en disculpas, que ese día yo no estaba, que se presentaron algunos problemillas, que disculpen, que qué pena y demás letanía propia del rosario que debería tener en algún lado, pero que no se veía.
Los viejos salieron con el paquete felices a casa, como dije; habían demostrado que no estaban seniles, que no se habían escapado de un siquiátrico y que no formaban parte de los tres chiflados, sin saber que les esperaba otra sorpresa.
Al serle entregado el paquete a la dueña de casa, esposa del mayor, miró la bolsa, miró a los viejitos y sentenció:
- Esta no es nuestra ropa.
Quién dijo miedo.
Quedaron perplejos ambos viejos, resultaba que no era la ropa y a la pregunta
de si no la habían revisado, enmudecieron por un momento y al menor se le
ocurrió decir que no tenía ni idea de cuál había entregado y menos cuál
recibido, concluyendo… nada, a volver a donde las monjas al siguiente día para
un nuevo raund en esa película en que eran actores secundarios, siendo los
principales implicados, por haber sido señalados para ir a recoger la ropa y
porque ya eran conocido de autos. Es decir lo que Dios decidiera, pues no
sabían de antemano con qué saldría la monja.
Al otro día llegaron con su bolsa, mas no con la ropa tan buscada, sino la ajena y al parecer la monja que les recibió pareció percibir que traían un nuevo pedido, lo que aseguraba la reconciliación con sus clientes, menos mal que no los habían perdido porque eran fuente de subsistencia para el claustro.
Su cara no perdió la compostura cuando vio el contenido de la bolsa que le entregaban y oyó al mayor de ellos decir que se habían equivocado de ropa y que esa no era suya y que a pesar de estar más nueva, su mujer le había dicho que esa no era de ella y que debía devolverla.
A su turno, la monja se limitó a decir: Si no es la una, es la otra, como quien ya supiera que en todo caso le sobraba una entrega sin destinatario conocido. Y se dirigió a la zona que suponemos era de mercancía perdida o extraviada, si se quiere.
El menor de ellos, al ver que su compañero no había encontrado las fotos que su mujer le había mandado al Whatsup, sacó su celular, como plan B, por aquello de lo olvidadizos que eran y le mostró las fotos de las prendas faltantes a la monja, quien, con celular en mano, se alejó de ellos para ir a buscar las otras prendas que tal vez tampoco nadie entregó pero que habían sido recogidas y que no estaban registradas en el cuaderno y que por lo tanto nunca se habían recibido.
Mientras ello sucedía y la búsqueda y comparación de prendas ocurría, los compañeros de infortunio se dieron cuenta de que no habían sido los únicos en extraviar las prendas, que en la misma situación debieron hallarse los dueños de las prendas que les habían entregado y que ahora devolvían, esperando que los otros no tuvieran en ese momento las suyas porque el rompecabezas se volvería eterno, como un laberinto, sin Dédalo, aunque presumiendo que sí les habrían tildado de seniles si les dijeron que buscaran en su casa.
Regresó la monja con las prendas no entregadas y luego de compararlas con las fotos presentadas volvió a sentenciar: Si no es uno, es el otro, sin entrar en más detalle, porque tal vez no le convenía. Antes de eso, una de las empleadas se acercó a los señores mayores y sentenció con un viejo refrán español: Lo que no se llevan los ladrones, aparece por los rincones y les miró sonriendo.
Ya asegurados de
su contenido, del pago del importe correspondiente, de unas nuevas excusas
presentadas, sonrientemente aceptadas y un hasta pronto, este cuento ha
terminado, aunque no lo crean, créanme a mí, que yo estuve presente a lo largo
de esta rocambolesca situación.
Aquellas
gentes, acostumbradas a esperar eternamente, de vez en cuando recordaban que
algo se podía exigir, aunque no sabían ya de qué modo ni en qué lugar.[1]
[1] La cola de la serpiente. Leonardo
Padura.
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