No entiendo mucho de los orígenes de la guerra. Pero ahora son ejercicios de poder que se hacen constantemente, para desviar situaciones vergonzantes, como la que hace poco decidió Israel iniciar, por un ataque al que el Mossad no se dio cuenta, no previó o prefirió dejarlo pasar para poder iniciarla. Una guerra en que no se sabe si es por territorio, por religión, por poder o simplemente para desviar la atención. Me quedo con la inquietud del gol que le metieron o que se dejó meter uno de los mayores servicios de espionaje de este mundo.
Y
como todas las guerras actuales, que pretenden hacerla en una semana y que por
falta de previsión se torna eterna, como la que se le ocurrió a Putin iniciar y
que juraba ganaba en unos días y van para año y pico. No piensan en el daño que
se genera a la humanidad, ni en los daños colaterales que igualmente generan.
No acabo de entenderlos.
Y
para colmo, no sé si de la estupidez o de la incapacidad de pensamiento de los
líderes, aparecen lambones por todos lados, apoyando a uno u otro lado en
contienda. Me refiero a su excelencia Petro que no tiene nada qué ver en el
problema, que en vez de gobernar su propio país, que parece le quedó grande,
termina echándole gasolina al mundo, como si fuéramos alguna potencia que
pudiera opinar al respecto, pero es lo que nos ganamos, aquél adicto al café
(pero que parece que en una medida de uno de café por cuatro de wiski, revuelto
con ciertos polvitos blancos según las malas lenguas).
Naturalmente
he leído sobre la importancia de la guerra como negocio, no tanto por la guerra
misma, sino por lo que viene después de ella, la anhelada reconstrucción, sin
que se logre jamás una paz, pues el odio perdurará por algunas generaciones más
en los sobrevivientes al verse desprendidos de sus propios difuntos y el
círculo vicioso de anhelada paz queda en promesa incumplida.
En
resumidas cuentas, me atengo a un párrafo de Leonardo Padura:
…
nada sabía ni habría querido saber de guerras en las que gentes como él siempre
terminaban siendo los perdedores, pero aun así tuvo que gastar diez años de su
vida en una pelea fratricida que nunca entendió del todo, en la que al final no
hubo ganador definido sino un compromiso de envainar las espadas por puro
agotamiento. Porque, con el tiempo y los pactos, combatir de uno u otro lado,
por el monarca o contra el monarca, llegó a ser hasta una simple cuestión de
ubicación geográfica, o de obediencia a un señor, o de genuinos deseos de
acabar con algo que estaba mal o alguien decidía que estaba mal. Y de súbito
las regiones, las ciudades, los pueblos y aldeas, hasta las familias se
encontraron divididos, se consideraban enemigos para alimentar una demoledora
guerra civil que, una década después, no dejaba vencedores ni vencidos ni
cambiaba el país para mejor: todo sería igual, en realidad peor.
Porque
la Historia lo sorprendió ubicado en un sitio del que no podía escapar, y por
diez terribles años Antoni Barral tendría que pelear al lado de su señor en una
guerra en la cual siempre supo que luchaba por lo que pretendían otros, por lo
que decidían o querían decidir otros, los poderosos de siempre, los que fuerzan
la Historia.
En
algún momento escuchó a su caballero hablar, como en un delirio, del final
vergonzoso de una guerra vergonzosa que había arruinado al país; de cómo
algunos señores y dignatarios habían manipulado sentimientos de pertenencia en
los habitantes del reino, según ellos amenazados por poderes invasivos
foráneos, pero solo para ocultar tras esos pretextos sus verdaderos intereses
de poder y riqueza; de la suerte apenas alterada de los campesinos remansas al
cabo de tantos años de lucha.
La
guerra civil, decía Jaume Pallard con un vigor y una lucidez que no le
correspondían, apenas había sido una más en la crónica de las guerras vividas y
por vivir: un juego por el poder, la explosión de las ambiciones, la expresión
de lo peor de la condición humana.[1]
[1] Leonardo Padura. La transparencia del tiempo.
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