Hoy pensaba de dónde venía nuestra capacidad de hacer tanta pregunta; de la curiosidad, lo sé, también del deseo de obtener respuestas a nuestra ignorancia y siendo así, nos faltan años para poder terminar de hacer preguntas.
Hay muchas preguntas, tantas que el tiempo no da, emergen con el camino, surgen unas mientras otras, sin respuesta, se evaporan, esperando el mejor momento, o el más inoportuno, para volver a resurgir.
Y las hay de todo tipo, las de la búsqueda del conocimiento, otras de decepción como por qué me tocó a mí. Las hay incómodas, inconvenientes, irreverentes, ilógicas y hasta repetitivas.
Unas que hay que hacer, otras que por vergüenza no se hacen, otras más que pican la curiosidad y rayan con el chisme, las más. Y otras, que es mejor no hacer, va y nos chocamos con algún arcano decepcionante. Otras se suponen, algunas más se presumen y hasta las hay inconclusas y las peores, las que no debían hacerse pero se hicieron y su respuesta, previsible, ofenden, nos hacen evidentes, nos generan rubor.
Y me pregunto hoy, ya no había escrito sobre el tema? Presumo que sí, pero esta ha de ser una variación a dos manos, como dirían los músicos.
Es el problema de la preguntadera, que no estamos en capacidad de conocer todas las verdades, va y nos ofendemos.
¿Pero en verdad a qué le temes, Elías, a Dios
o a tus vecinos?», preguntó al fin, utilizando la lengua de los sefardíes
castellanos, luego de abandonar la pipa sobre el escritorio. A Elías lo
sorprendió la dificultad que entrañaba responder aquella simple cuestión. «De
Dios sé qué se puede esperar…, y de mis vecinos también», fue lo que se le
ocurrió decir… [1]
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