miércoles, 22 de enero de 2025

SITUACIONES

             Ella, por voluntad propia, habiendo quedado viuda y sus hijos habiendo hecho su vida propia se acogió a su propia independencia; ya era poco lo que esperaba de la vida y ya socializar no era una alternativa, había elegido gratamente la soledad y en ella aprendió a vivir, sin rendir cuentas, sin  pedir cuentas, era como debía ser; así de simple se presentaba la vida que restaba, era la que había elegido y a ella se atendría, con eso bastaba, estableció su rutina, su grata rutina sin necesitar de nada más.

             Era la vida que había anhelado.

             Él, se había separado, había convivido con su propia soledad, ya la pensión le permitía ese lujo. Pero luego, cosas de la vida, conoció a alguien y volvió a la rutina matrimonial, con sus haceres y sus pesares, aunque muchas veces anhelaba la soledad ya retirada, pero era incapaz de verbalizarlo. Pasó el tiempo y, milagro de milagros, sin quererlo ni buscarlo, su pareja le insinuó la necesidad de trasladarse a otra ciudad; no dijo nada al principio, aunque en su fuero interno deseaba reencontrar su soledad. No, dijo luego, yo no soportaría irme a otra ciudad, lo dijo con voz contrita, que emanaba algo de culpa y hasta le imprimió un poco de nostalgia y tristeza para que no se evidenciara su deseo y la necesidad de obtener su vieja soledad. Así quedaron, ella se fue y él volvió al reencuentro que ahora deseaba.

             Era la vida que había anhelado.

             Y un tercero, separado y sus hijos habiendo hecho su vida propia, se había aclimatado a vivir solo, sin que nadie le jodiera, según sus palabras. Esporádicamente venían a hacer menos sola su soledad una que otra novia, pero cada vez se repetía lo mismo, prefiero mi soledad, sin que nadie me joda, se decía. La última, insistente, como suele hacerlo una mujer, quería emparejarse, hacer vida matrimonial y él, cada vez que el tema salía a flote, se enervaba porque no había cosa más rica que cada lora en su estaca, solía decir. Hasta que el roce se hizo tan notorio que con conciencia clara decidió terminar (para ser preciso, me dijo que la había mandado a la mierda, eso dijo). No quería que en su espacio personal e íntimo hubiera alguien más, permanentemente; de lejitos, la cosa era ya más manejable, eso dijo. Eso era lo que anhelaba. Y así fue. … le parecía que … había alcanzado la condición que más natural era en él, como si de hecho hubiera nacido para ser viudo.[1]

             Personajes que lograron tener claro lo que deseaban, adquirieron conciencia de su propio ser, de su propio deseo y, al menos por el momento, gozando de su propia riqueza. 

Uno hace lo que no quiere hacer cuando se enamora y lo disfraza de propia iniciativa, aunque en el fondo sólo sea renuncia.[2]

Tomado de Facebook
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[1] El otro nombre de Laura. Benjamin Black.

[2] Un millón de gotas. Víctor del Árbol Romero.


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